Alguien estará pensando ahora mismo que el raro soy yo. Que también. La próxima semana hará 35 años que un equipo médico de Granada me diagnosticó distrofia muscular de cinturas. Estuve más de un mes ingresado; el tiempo que tardaron en descubrir qué demonios me pasaba cuando comenzaba a subir una escalera y tenía que agarrarme a la barandilla, o que para levantarme de una silla tuviera que apoyarme en algo o que tras tirarme debajo de la portería a parar un penalti no pudiera después ponerme en pie yo solo. Aquello era raro, pero aún no se le había bautizado como enfermedad rara.
Hoy hay detectadas en el mundo más de 7.000 enfermedades poco frecuentes que afectan, sólo en el caso de España, a tres millones de personas, según la Sociedad Española de Neurología (SEN). Así que deberíamos comenzar a apartar la palabra rara de estas enfermedades. Son raras para los médicos que no las han estudiado en su vademécum, lo son para las farmacéuticas que no ven rentabilidad económica ni les interesa invertir en estos medicamentos poco masivos, y para aquellos políticos que siguen recortando en los presupuestos destinados a que la investigación mejore la calidad de vida de millones de ciudadanos. Hay que saber que alrededor de 4.000 de esas enfermedades no tienen aún tratamientos curativos. Es el caso de la mía. La mayoría son degenerativas, y provoca, en muchos casos, la muerte prematura. El pasado 28 de febrero celebramos el Día de Andalucía. Esa misma fecha es la de la conmemoración internacional del Día de las Enfermedades Raras. En nuestra comunidad autónoma los fastos blanco y verdes eclipsaron las reivindicaciones, y la difusión de las necesidades de quienes sufrimos la ceguera que nos provoca el callejón sin salida de la falta de soluciones o el interés político por hacer la luz en un túnel tan inhóspito y lúgubre como el de la desazón que genera tener un futuro incierto.
Los ánimos se quiebran cuando te quedas esperando que al menos los discursos institucionales del patriotismo andaluz recojan un par de líneas recordando la coincidencia y el esfuerzo que hacen las administraciones públicas para que los incansables investigadores tengan recursos económicos para saber más sobre las soluciones a nuestra incertidumbre.
El 85% de las enfermedades poco frecuentes son crónicas. Esto quiere decir que el sistema público de salud no las va a atender para su recuperación. Y de esas, el 65% son invalidantes, lo que significa que necesitamos de otras personas para sobrevivir cada día. Generalmente ese apoyo lo proporciona la familia. O sea, que alguien de la unidad familiar sacrifica buena parte de su vida para atender al enfermo. Sacrifica un puesto de trabajo, sacrifica las relaciones interpersonales, sacrifica ingresos económicos, sacrifica momentos de ocio…, abandona la autoestima y el autocuidado. Así que esos millones de enfermos raros no son los únicos perjudicados; se multiplican por quienes están a su lado sufriendo también este limbo huérfano contra el que debemos revelarnos.
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