Cuando vivía en Nueva York, hace veinte años, la gente no me creía al decirles que en España había más visitantes extranjeros que residentes nacionales. Pues bien: el último año hemos tenido 75,3 millones de turistas frente a 46,4 millones de habitantes.
Otro dato significativo: tras el brexit, se han multiplicado por cuatro las peticiones de hacerse españoles de los británicos asentados en nuestro país. Algo tendrá, pues, España, cuando tantos foráneos quieren estar en ella.
Ello no se corresponde, curiosamente, con el aprecio que los nativos tenemos por nuestras cosas. Es más; una canción tan pegadiza y de tanto éxito internacional como Que viva España no fue compuesta por ningún compatriota, sino por los flamencos Caerts y Rozenstraten. En coherencia con ello, una reciente encuesta evidencia que los consumidores españoles son los únicos que no valoran más los productos de su país que los otros.
Es que, desde la Leyenda negra hacia acá, nos hemos pasado 600 años creyendo que somos peores que los demás. Otro ejemplo: hemos tildado el Descubrimiento de América, en 1492, de genocidio, cuando resulta que hoy día viven en la parte hispanohablante del continente más indígenas que cuando llegó Colón (no así por donde pasaron ingleses, franceses u holandeses, con quienes nadie se mete). Por otra parte, los mismos que condenan aquella conquista, no dicen nada del desembarco en Algeciras de Tarik en 711 y la dominación a sangre y fuego por el Islam de la Península Ibérica.
Sorprende en el extranjero, digo, este mal concepto que tenemos de nosotros mismos, cuando muchos foráneos saben que somos la cuarta potencia económica de la zona Euro, el segundo país en reservas de la biosfera o el primero en trasplantes. Por ejemplo.
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