Berja, años sesenta, locutorio de la telefónica. Al frente del locutorio la telefonista del pueblo, mi abuela. Los teléfonos automáticos todavía no se habían inventado para España, y menos aún para mi pueblo. Las comunicaciones telefónicas se hacían necesariamente a través de la centralita de los pueblos (no me referiré a las de las capitales, que, supongo, serian lo mismo pero a lo bestia).
La factoría local de la telefónica consistía en una maquina, a la que llamábamos cuadro, en forma de buró, pero mucho más grande, formada por un tablero vertical lleno de agujeritos y lucecitas, debajo de cada cual había una chapita con el numero del abonado. El tablero estaba unido a la mesa, con cuyo plano se cortaba en una intersección que formaba un ángulo recto, llena de clavijas agrupadas de dos en dos, tantas como lucecitas. A continuación, detrás de las clavijas, estaban las llaves para establecer la comunicación, que tenían tres posiciones, la tercera era la más interesante.
El esquema de funcionamiento era muy simple: pitido, luz del numero llamante encendida en el tablero, clavija que se saca de la mesa del cuadro extendiendo el cable y “se mete en su agujero”, la telefonista desplaza la llave hacia atrás, es decir, hacia ella, y pregunta al abonado, este le pide que le ponga en comunicación con otro abonado, la telefonista coge la otra clavija, melliza de la anterior, y la introduce en el agujero del numero del destinatario de la llamada, desplaza la llave hacia adelante y la pulsa durante unos cinco segundos varias veces en intervalos hasta que el destinatario coge el teléfono, seguidamente desplaza la clavija hasta su posición de reposo, es decir, en medio, para preservar el secreto de la comunicación.
Hagamos seguidamente una exposición práctica de su funcionamiento:
T: Telefonista.
A: Abonado.
T: ¿Número?
A: Dª Mercedes póngame con mi padre.
T: Espera bonica que te pongo.
T: Tu padre no contesta.
A: ¿Sabe usted dónde puede estar?
T: Espera que llamo al bar.
T: Oye Paco ¿está ahí Pepe Pérez?
A: Si, echando un dominó.
T: Dile que se ponga que su hija quiere hablar con él.
A: Voy a ello, Dª Mercedes.
T: Te paso con tu padre que estaba en el bar.
T: ¿Número?
A: Dª Mercedes póngame una conferencia con la residencia de Granada donde estudia mi novia.
T: Vas a tener un rato de demora, ahora después te aviso.
A: Gracias.
Para poner una conferencia primero se llamaba a la central de Almería:
(siguiendo el ejemplo, en el que ahora A, es la central de Almería, y M, la de Motril)
T: ¿Almería, aquí Berja, cuanta demora tenéis con Granada?
A: Uf, mas de una hora Dª Mercedes, llame usted mejor a Motril a ver cuánto tienen por ahí.
T: Gracias, Josefina, dale recuerdos a tu madre.
A: De su parte Dª Mercedes.
T: Oye, Motril, ¿Cuál es la demora con Granada?
M: Entre 15 y 20 minutos.
T: Bueno, pues ponme esta conferencia que te digo.
T: Oye, Paquito, me han dicho que entre 15 y 20 minutos la demora con Granada, pero veremos si no es más, ya te aviso.
A: Gracias, Dª Mercedes.
Mi abuela cogía el talonario de recibos de las conferencias y anotaba el nombre y número del llamante y del llamado, y, terminada la comunicación, su duración e importe, después, al día siguiente, mandaba a “las tatas” (hoy denominadas empleadas del hogar) a cobrar la conferencia.
El teléfono era un servicio público de primera necesidad por eso no podía desatenderse ni un minuto de las 24 horas del día, ni ningún día de los 365 del año. Mi abuela tenía dos empleadas, con las que hacia turnos para atenderlo día y noche, ser telefonista o auxiliar de la telefonista era de los trabajos fijos de entonces, nadie sospechaba que la cosa cambiaria tanto. Yo conocí a varias de esas auxiliares, mi tía Ana, Paquita la del factor y Josefina la mujer de Diego el Charran, Rosario la de Nicolás el de Santalucia y mi prima Lolica. Los puestos de confianza han existido siempre.
Las telefonistas se consideraban las personas mejor informadas de los pueblos, SITEL no existía, ni falta que hacía, más de un coscorrón de mi abuela me he llevado cuando sentado en el cuadro y, una vez que había puesto en comunicación a dos abonados, abría la llave y me enteraba de lo que decían. Además, el servicio era considerado como un auxilio público, había alguna que otra desesperada que llegada una determinada hora del día, más bien tardía, y su marido sin aparecer, llamaba a mi abuela y le pedía ayuda,
A: Doña Mercedes mire usted qué hora es y mi Paco sin llegar, por favor, mire usted por dónde puede estar y dígale algo.
T: ¿Cómo que no ha llegado todavía?, me va a oír.
Y llamaba a los bares y lo buscaba hasta que se ponía y lo mandaba de vuelta a su casa. Era muy respetada, no sé si por los secretos que de todo el mundo conocía, o por su carácter, porque los tenía muy bien puestos, era de cancamacola, que diría mi madre. Y si no que le pregunten a Paquito, el de la conferencia anterior, cuando llevaba media hora hablando con la novia, mi abuela, ni corta ni perezosa, abría la llave y le espetaba, “oye ¿sabes que llevas ya media hora y esto le va a costar a tu padre un riñón?” (mi abuela no decía palabrotas). “Voy, ya corto Dª Mercedes”, se lamentaba Paquito, y ya lo creo que cortaba porque si no lo hacia lo cortaba mi abuela, y lo mejor es que al día siguiente, el padre de Paquito se lo agradecía, “porque estos niños no tienen cuidado con nada”.
En aquellos entonces solo había tres sistemas de comunicación, el postal, el telegráfico y el telefónico, y mi abuela era la telefonista y mi padre el cartero -correos y telegrafos estaban juntos-, podíamos haber sido los amos del pueblo, pero no, solo éramos una de las familias más conocidas. Esas cosas de la honradez. En estos tiempos de hoy, sin el avance de los medios de comunicación y con el juego de los partidos políticos, nos hubieran rifado, unos y otros. Seguro.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/126473/el-locutorio