El sistema impositivo de un país que supera sistemáticamente los límites estándares de déficit y deuda públicos, con un sector público muy descentralizado, con reformas fiscales paramétricas permanentes, con unos niveles de economía sumergida que suponen la cuarta parte del PIB, con un insuficiente grado de corresponsabilidad fiscal, con una muy desigual distribución de las cargas en función del origen de la renta, con serias dificultades para enfrentarse a la globalización y a la pérdida de soberanía tributaria, con una imposición verde irrelevante e incapaz de generar doble dividendo, etcétera, sin lugar a dudas es un sistema mal diseñado, escasamente adaptado a los nuevos criterios de sostenibilidad y a los nuevos tiempos, insuficiente desde el punto de vista recaudatorio, injusto y poco eficiente.
Con problemas estructurales como estos, y con un inventario tan amplio de problemas en la política fiscal española, no deja de sorprender el foco mediático que se ha puesto en el Impuesto de Sucesiones y Donaciones. Sorpresa que se acentúa aún más cuando se trata de un impuesto con un muy reducido poder recaudatorio y cuya hipotética supresión beneficiaría a un escaso grupo de contribuyentes, especialmente de renta elevada. En torno a este impuesto, con independencia del debate de si técnicamente está bien diseñado o no, tanto desde el punto de vista interno como desde el punto de vista del encaje en el conjunto del sistema, se han hecho afirmaciones que son claramente erróneas, y, en muchos casos, interesadas.
En primer lugar se habla de un impuesto anacrónico, cuando su función es esencialmente redistributiva, y en consecuencia, puede jugar un importante papel en los sistemas tributarios futuros. Por otro lado, es cierto que, como decimos, su poder recaudatorio es mínimo, y que, por tanto, no genera ingresos fiscales relevantes, pero es considerado como un impuesto de cierre de sistema, y, en algún sentido, cuenta con funciones censales. No obstante, este argumento debería contribuir a restar su impacto mediático y no tanto a fomentarlo.
También se habla de que se trata de un impuesto con poco arraigo en España, cuando se remonta, a través de distintas figuras impositivas, al siglo XVIII. O que es un impuesto que contribuye a la doble imposición, cuando no es cierto. O que está contribuyendo significativamente al desistimiento de herencias, cuando el problema fundamental ha sido la crisis y las deudas y cargas hipotecarias. O que los países más avanzados no tienen un impuesto parecido, cuando no es así. O que la gente está votando con los pies, empadronándose en otras Comunidades Autónomas con menos carga tributaria. En definitiva, argumentos todos ellos que, o son inciertos, o, al menos, son claramente matizables.
Por tanto, no deja de ser curiosa toda esta riada mediática, propia del populismo generalizado en el que estamos inmersos y de la eclosión del fenómeno de la posverdad, cuando nadie se escandaliza de que tengamos un sistema impositivo en el que la mitad de los recursos se originan en hechos imponibles asociados al trabajo, en tanto que la imposición sobre el capital supone apenas el 20% del sistema. Sin lugar a dudas, las especiales condiciones en las que se genera el hecho imponible y el devengo del impuesto, así como la diversidad regulatoria y la competencia fiscal entre las Comunidades Autónomas, están contribuyendo a que se ponga el foco en este impuesto cuando existen problemas en nuestro sistema tributario mucho más acuciantes que la supresión de este impuesto. Un impuesto que estaría justificado siempre que sea claramente distributivo y que contribuya a valorar el mérito y no la cuna en una sociedad democrática. No se trata de un impuesto anacrónico, sino un impuesto mal diseñado que podría estar perfectamente integrado en el IRPF.
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