Acaso no sea este lunes de Pascua florida el día más apropiado para aludir a las cuitas de los rituales de la muerte y las circunstancias y anecdotarios que conllevan. No obstante, si asumimos que el tránsito de la muerte forma parte irrenunciable de la vida, tal vez este segundo día de la Resurrección sea adecuado para dar a conocer la historia que precede, tan real como que usted lee en estos momentos este relato, a caballo entre la tragedia de toda muerte y el humor, más vital que negro, que en ocasiones originan los ritos fúnebres, con los que un servidor es extremadamente respetuoso, pero que a veces dan pie a situaciones y vivencias tragicómicas, pasajes tenebrosos y episodios de pánico , muy propios de películas de terror o de miedo y de narraciones que asustan al más puesto de los mortales. Anotado este preámbulo, es posible que la historia que sigue pueda desprender cierto tufo a chufla macabra, pero nada más lejos de los hechos que conforman este veraz capitulo del inagotable manual del anecdotario de velatorios.
Los hechos llegados a este contador, confirmados por la principal víctima de los mismos, acontecieron semanas atrás en el transcurso del velatorio de una vecina, cuyo féretro ocupaba una de las cámaras acristalas del tanatorio de una localidad del norte de la provincia . Costumbre es aún en el ámbito rural que dada la cercanía y convivencia de los parroquianos, cuando sucede algún deceso acuda prácticamente toda la vecindad a mostrar su pesar y condolencias a los familiares del finado, en este caso finada. A una hora imprecisa de la noche compareció en la sala una paisana, ahijada de la fallecida, quien tras transmitir su pésame, expresó al hijo su deseo de ver a su madrina en la morada de madera, cuya tapadera se hallaba cerrada, pero sin llave echada. Tras alguna insistencia, el hijo doliente se resistió a tal solicitud, por lo que la demandante visual desapareció entre las personas congregadas. Algún tiempo después, una joven vecina que se había personado para testimoniar su pésame, situada frente al féretro al otro lado del cristal, quedó estupefacta, inmóvil y casi sin aliento. La tapa de la caja se entreabrió pausadamente sostenida por una anónima mano. No sin esfuerzo, la asombrada muchacha logró reaccionar y comunicó tan inesperada visión a otra vecina contigua, quien tranquilizó a la joven, tras hacerle saber que el levantamiento a medias de la tapadera del ataúd no respondía a una milagrosa resurrección, sino que era obra de la ahijada de la fallecida, quien burlando los accesos penetró en la trastienda de la cámara mortuoria, y oculta tras los caballetes que sustentaban las coronas de flores perpetró la semiapertura del féretro para cumplir sus deseos. Una acción quizá bienintencionada, pero que ocasionó un señor susto a la compasiva joven, un susto de velatorio que afianza el popular adagio de que debemos temer más a los vivos que a los muertos.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/9/opinion/127229/temor-de-vivos