Se crearon en muchos pueblos de nuestra provincia en los postreros años de los cincuenta y sesenta, décadas selladas con el lastre de las dificultades y penurias de un país de alpargata y candil. Tenían un largo historial y una dilata experiencia, acentuada con la transformación en cajas de ahorro. En aquellos tiempos, los programas aportados de la ayuda yanki a cambio de grandes contraprestaciones por parte de la Administración española permitieron la cuasi alimentación de muchos pequeños y escolares que eran nutridos en las escuelas nacionales con la leche en polvo made in USA y con los quesos enlatados de idéntica procedencia. Se habían extendido los planes de desarrollo en algunos rincones del mapa patrio, en tanto se erigían en la geografía rural, con similares cartografías, los poblados de colonización, unas actuaciones de propaganda que pretendían enraizar a los hombres y mujeres en dispersas zonas de nuestro territorio, para lograr reverdecer los campos yermos de aquel país oscuro y gris que se debatía entre la victoria de la pérdida de la memoria, impuesta por los victoriosos, y la silente resistencia de los vencidos. Las carencias generalizadas, los nimios salarios y las tierras heridas de nuestros campos por el abandono de muchos años pergeñaban un sórdido paisaje que incitaba a la imaginación para sobrevivir a una calamitosa situación, de la que a duras penas se podía salir.
En tiempos de pobreza, donde el hambre se mitigaba con la solidaridad o con la caridad, sobre todo por las instituciones y entidades religiosas, floreció el espíritu fundacional de los viejos montes de piedad, de origen italiano, que transformados en cajas de ahorro y al amparo de las diócesis germinaron en las calles de los pueblos de cada provincia española. La nuestra no fue una excepción y las primeras oficinas abrieron sus puertas a las precarias economías de los paisanos, a quienes se les facilitaba la posibilidad de remuneración a través del ahorro. En su esencia estas entidades existieron mucho tiempo bajo el desempeño de una función eminentemente de carácter social, un hecho que les ha mantenido activas y vivas, al tiempo que han gozado de una gran aceptación por parte de los ciudadanos, pese a los rebautizos, fusiones y absorciones. Sin embargo, las sucesivas transformaciones, las modificaciones legislativas y un insaciable apetito político por hacerse con el control de estos establecimientos financieros dieron al traste con el conjunto de cajas, a las que hubo que salvar de una hecatombe general con incalculables perjuicios para los clientes. Naufragas, con el contador a menos cero, las cajas perdieron su pátina social y el peso de la clientela, y emprendieron el vulgar y lucrativo camino de cualquier banco. La nueva concepción ha arrastrado pérdidas en todo: desde el capital humano a los activos. Y, por supuesto, la desaparición de numerosas oficinas que tan acertado servicio prestaron, sobre todo en los pueblos del ámbito rural. Ahora, las cajas son en estos destinos una suerte de entidad con ajenos agentes financieros, una caricatura del añejo ahorro.
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