A estas alturas, que la Junta de Andalucía anuncie el inicio de los trámites para convertir algo en Bien de Interés Cultural no sé si debe saludarse con optimismo o con cierto nivel de preocupación. Lo digo a cuenta del nulo efecto que tan formal declaración ha generado en otros edificios, construcciones o lugares, que desde que son BIC ni escriben fino, ni escriben normal. Permítanme la digresión boligráfica para señalar que en Almería también son BIC, entre otros, el Cortijo del Fraile, el Cable Inglés o el Hospital Provincial. Y aunque no creo en la nigromancia ni tampoco en las cábalas, no faltaría más que la catalogación oficial como Bien de Interés Cultural del parque acarrease la inmediata aparición de plagas, sequías o deforestaciones severas en sus viejos árboles, para no desentonar así con el amplio catálogo de ruinas, cochambres y oxidaciones que caminan hacia su desaparición al amparo de la escasamente protectora norma oficial de la Junta de Andaucía. Y es que, alguna vez, alguien tendrá que admitir que la declaración de BIC no es más que una manera de solemnizar la inacción y el desentendimiento, y poner una alfombra roja al natural proceso desmoronamiento y ruina para que ésta prosiga su camino al amparo mediático de la Junta de Andalucía y bajo el imperio de la única ley que funciona realmente en los BIC, que no es otra que la de la gravedad formulada por Newton. Puede que en Sevilla, o alguno o alguna en Almería, crea de verdad que eso de declarar BIC a algo es una garantía y una seguridad para su conservación y mantenimiento, con la misma fe del niño mellado que cree en la capacidad de algunos ratones para disponer pequeños regalos bajo su almohada. Pero la cruda experiencia nos dice que una declaración de BIC viene a ser como cuando se rinde un homenaje a algún artista de prolongada biografía y apuntalada salud: el preludio de su necrológica.
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