En la memoria de muchos de mis paisanos habitan aún las experiencias de cuando comenzaron a andar las primeras pensiones de nuestros abuelos, ese socorrido recurso que todos los meses llegaba con puntualidad meridiana a quienes en los ámbitos carentes de entidades financieras esperaban la ansiada cita del corresponsal bancario, donde lo había, que abonaba en efectivo las exiguas pagas, como siempre se han bautizado a las pensiones. En un ritual no exento de tintes ceremoniosos, el pagador tenía definidas varias rutas que discurrían por el término municipal de la localidad y que correspondían a diferentes días de la semana, de tal guisa que cada beneficiario conocía con certeza la ansiosa jornada en que recibiría sus más que, entonces, merecidas pesetas, una ayuda que no solucionaba las pobres economías de los años del incipiente desarrollismo, pero aliviaban las penosas y duras cargas del sostén hogareño. Ya entonces, estos abuelos de manos curtidas con trazas grietas y plateadas testas, prietas de sapiencia y sentido común, constituían con digna honestidad la columna vertebral de aquellas casas vestidas de cal y habitadas de honradez. Eran viviendas de sólidas paredes que alimentaban las hambres con las viandas del ajuar animal que anexo a los hogares conformaban el paisaje familiar de nuestros páramos y campos. Ya entonces, estos abuelos ocupaban los imprescindibles pilares del mantenimiento de muchas familias, esas que han parido las generaciones que, años después, se han visto abocadas a contar con las aportaciones de los abuelos de ahora para subsistir en un panorama frustrante para tantos integrantes de dichas generaciones. La historia ha vuelto a mostrarse en una repetición, tal cual la ruleta de la vida deparó hace algunas décadas a aquellos beneficiarios de las primeras pagas.
A estos abuelos, que dormitan entre pavesas de chimeneas en los periodos de frío, calientan sus huesos con los rayos de primavera y cobijan sus sepias historias vitales a la sombra de las viejas acacias y de los jóvenes chopos de plazas y parques, los han rescatado, de un tiempo acá, de los aparcaderos residenciales, para salvar del naufragio económico a tantas familias. Y orgullosos que viven ellos al saberse proveedores de utilidad tan imprescindible como la subsistencia de hijos, nietos y allegados. Satisfechos en su interior, aunque dolidos por la situación de su entorno, de reconocerse los motores que empujan hacia adelante los hogares de los que les apearon en otro tiempo; y reconfortados por prestar un servicio impagable a quienes cuando ellos no eran tan necesarios los habían ubicado en la penúltima estación de sus vidas. Pero ellos son ahora las mejores huchas con canas, las huchas canas.
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