En retórica, el paralelismo es, dentro de los recursos estilísticos, una de las figuras de repetición. En política, a veces, el paralelismo es ver reflejada en la actualidad una situación del pasado. Y aunque no conozco en profundidad (como la mayoría de los que se han lanzado a criticarla) la operación urbanística que proponía el actor malagueño Antonio Banderas en su ciudad natal, la furibunda reacción de los árbitros de la ética estética (la izquierda radical de todos lados) me ha recordado lo que pasó en Almería cuando el Ayuntamiento propuso la construcción de un Palacio de Congresos en nuestra capital realizado por uno de los arquitectos más brillantes y reconocidos en todo el mundo, el británico Norman Foster. Quizás los más memoriosos recuerden la peripecia, pero aquello se saldó, igual que ahora en Málaga, con la renuncia al proyecto para evitar que el tema derivase en un conflicto de severas proporciones. Almería perdió la oportunidad de contar con un edificio notabilísimo que probablemente habría supuesto un espectacular aliciente para el floreciente sector del turismo de congresos, igual que Málaga pierde ahora la oportunidad de contar en pleno centro con un contenedor cultural múltiple por el que pasarían figuras relevantes del panorama artístico mundial. Lo que sea necesario para no incomodar los deseos de los tupamaros del twitter progre. En Almería, lo de Foster llegó a provocar momentos tan celtibéricos como una comparecencia de prensa del entonces portavoz del grupo municipal del PSOE, Nono Amate, diciendo que la operación propuesta era ilegal porque se lo habían dicho en Madrid. Así, tal cual. Y luego nos extrañamos de que haya suspicacias, protestas y crujir de dientes cuando nuestro almeriense más universal, David Bisbal, le hace un precio de amigo a Diputación por promocionar turísticamente Almería en todo el planeta. Olor a corralón, que ha dicho Banderas, ese sospechoso miembro de la casta.
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