Leo en LA VOZ con profundo malestar que la Junta de Andalucía y el Ayuntamiento de Almería no han sido capaces de consensuar el programa conmemorativo del 80 aniversario del cañoneo de la ciudad por la Escuadra alemana, y compruebo una vez más que la Administración autonómica y la municipal van por caminos distintos en asuntos que para el conjunto de los almerienses, y yo diría que de forma unánime, no admite la menor duda: aquel miserable y cobarde acto de guerra del 31 de mayo de 1937 que, con la del alba, hizo despertar a la población indefensa arrojándole unas doscientas bombas incendiarias, merece la condena general de todo bien nacido, por lo que representa una afrenta a la memoria colectiva que los representantes políticos conviertan nuestro particular Guernica en una confrontación dialéctica por no se sabe qué dimes y diretes.
Quien esto firma nació después de la guerra en una casa que había sido totalmente destruida por uno de los obuses que durante aquel amanecer castigaron el caserío de la ciudad como venganza de Hitler por el hundimiento del acorazado alemán Deutschland en el puerto de Ibiza. Obispo Orbera, 11. Ese es el edificio que mi familia reconstruyó a partir de 1939 y cuyo episodio y su relato presidió nuestra infancia en aquel viejo caserón del que hoy solo se conserva la fachada. Ochenta años después no es posible que en Almería haya el menor resquicio de duda sobre la brutalidad de aquel cañoneo, precisamente sobre la ciudad española del Mediterráneo que menores defensas presentaba a ojos del ejército nazi.
De aquella casa burguesa no quedó piedra sobre piedra. La potencia destructora de las bombas incendiarias consumió en pocas horas los interiores, el mobiliario, el ajuar doméstico y los recuerdos familiares. Conservo un álbum chamuscado con retratos de la familia Giménez Rodrigo que durante más de un siglo habitó sus estancias, su jardín y sus terrazas. Las escasas dotaciones de bomberos poco pudieron hacer ante la magnitud de una ciudad en llamas por los cuatro costados. Solo la tradicional arquitectura almeriense de casas bajas o de una sola planta evitó una mayor pérdida de vidas humanas.
En la misma rambla de Obispo Orberá, justo enfrente de la casa de mi familia, se encontraba la Casa de Socorro a donde fueron llegando, al igual que al Hospital Provincial, decenas de heridos y no menos de quince o veinte muertos, según nos contaba nuestro padre, a la sazón farmacéutico de la beneficencia municipal cuya oficina y laboratorio se encontraban en ese mismo inmueble. Un hierro retorcido de la barandilla de su terrao recordaba durante años por dónde entró el obús que deflagraría en nuestra casa.
Almería, bombardeada por la aviación franquista desde el comienzo de la guerra, tuvo este 31 de mayo de 1937 su más cruel y despiadado castigo sobre el que la ciudad no ha recibido en ochenta años la más mínima petición de perdón por parte del país atacante que sí lo ha hecho con otros lugares de Europa en los que las atrocidades de Hitler se ensañaron con la población. Tuve ocasión de hacerle semejante comentario a finales de los años ochenta al entonces embajador de la República Federal de Alemania en Madrid, Guido Brunner, quien vino a responder como en las encuestas: no sabe, no contesta.
Cada vez que paso por delante de la casa donde nací, Obispo Orberá 11, no puedo reprimir la emoción al revivir los recuerdos de mi familia y de tantas familias almerienses que vieron destruidos sus hogares en nombre de una causa que no era la suya y por una potencia extranjera que vino en auxilio de quienes habían quebrado la legitimidad democrática de España.
La memoria y la dignidad del pueblo de Almería no se merecen el espectáculo de dos Administraciones políticas incapaces de encontrar el denominador común ante aquella afrenta bélica de la que ahora se cumplen ocho décadas.
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