En el Partido Socialista casi todo lo que ocurre últimamente es disparatado. Todo se le hace grande, menos el grado de aceptación de la ciudadanía, cada vez más pequeño. Un disparate fue todo aquello que rodeó al Comité Federal del 1 de octubre, incluida la renuncia de Pedro Sánchez al acta de diputado, injustificable si pensaba presentarse a la reelección. Ahora hay un secretario general que no es diputado pudiendo serlo. “Dimitió por coherencia”, se dice. ¿Pero, de verdad hubo algo coherente en aquel esperpento?
Igualmente disparatado es todo lo que ha rodeado al proceso de primarias. La americanización de las primarias era una de las pocas cosas que faltaban por ver en el PSOE. ¿El Partido Socialista podía permitirse este dispendio económico y humano y este encono personal entre compañeros? Han convertido las primarias en una campaña electoral con rasgos similares a unas elecciones generales.
Y disparatada ha sido la noche ‘electoral’ del domingo, incluida la salida triunfal al balcón de Pedro Sánchez. ¿Qué victoria se celebraba? ¿Que la voluntad de la mitad del partido se había impuesto sobre la otra mitad? Pírrica victoria. El PSOE puede tener –de hecho, tiene- un problema interno. Pero no es ese ‘el problema’ del PSOE. El problema del PSOE es de más largo alcance y tiene tres vertientes:
La primera, que es un partido con escaso dinamismo social. Según el CIS, su electorado es cada vez más viejo y con menos estudios. La edad media de sus electores es de 55 años (43, los de Podemos) y es, junto al PP, el que menos estudiantes y más jubilados tiene entre sus potenciales votantes. El 40% de sus electores (12 puntos más que la media) solamente tienen estudios primarios. Preguntados por el CIS por los motivos de su voto, un 37% de los votantes del PSOE responden que su principal razón es… ¡porque siempre le votan! Pan para hoy y hambre para mañana.
La segunda, que es un partido que cada día se desprende de una porción de su militancia sin que nadie haga nada por remediarlo. Desde enero de 2009 ha perdido 50.000 militantes. Entonces había 236.572. En 2011, 217.000. En 2014, 198.000. Pedro Sánchez dejó al partido con 186.000, PSC y Juventudes incluidos. Con la afiliación apresurada de las primarias, los electores han sido 187.949.
Y la tercera, que es un partido que electoralmente va a menos. En las elecciones generales de 2004 consiguió 11,02 millones de votos y 164 escaños. Cuatro años después, 11,28 millones y 169 diputados. En 2011, con Rubalcaba, se quedó en 7,00 millones y 121 diputados. Sánchez empeoró aún más el panorama: 5,54 millones en 2015 y 90 escaños y 5,44 millones en 2016 y 85 escaños. Ante unas terceras elecciones –como muchos deseaban- los sondeos vaticinaban un panorama aterrador.
Desde el domingo Pedro Sánchez está dotado de la legitimidad que antes cree que no tenía. Me parece bien que sus partidarios estén exultantes, como seguramente estarían los de Susana Díaz o Patxi López si éstos se hubieran alzado con el triunfo. No está en mi ánimo aguar la fiesta a nadie, pero que no se olvide que esa euforia puede ser tan efímera como el tiempo que se tarda en comparecer de nuevo ante las urnas. A Hamon, en Francia, la euforia le duró seis semanas.
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