El Cable Inglés, ese esqueleto oxidado y varado en la playa de las Almadrabillas desde hace más de cien años, ha vuelto a saltar a las portadas después de que el Alcalde haya dicho que si la Junta de Andalucía sigue evidenciando su falta de interés por terminar su rehabilitación, el Ayuntamiento pedirá los permisos para llevarla a cabo. El anuncio ha irrigado el monte bajo de la progresía local, que ha florecido rauda en puntos sobre las íes. Primero, Izquierda Unida (los mismos que llevan a Pleno mociones sobre convenios comerciales trasatlánticos o sobre Cuba) ha asegurado que el Ayuntamiento está para ocuparse de los temas de Almería y no para los de otras administraciones. Y desde el entorno del PSOE, pues la prestidigitación administrativa esperable: que la Junta no es propietaria del Cable Inglés y que a ver en qué cubilete está el garbanzo. Así está la cosa. Pero convendrán conmigo en que los mismos que se ponen ahora de perfil, serían los primeros en exigir al Ayuntamiento el adecentamiento (ellas y ellos dirían la “puesta en valor”) del Cargadero si fuera un asunto estrictamente municipal. Pero yo he recorrido el Cable junto a una Consejera de Cultura de la Junta que anunciaba grandes proyectos para la estructura que acababan de declarar BIC y la hemeroteca está llena de recortes que muestran la unidad de acción entre Junta y el Ayuntamiento (cuando gobernaban PSOE e IU) anunciando hace años también maravillas para el Cable. La realidad es que a día de hoy el viejo Cargadero sólo parece estar sujeto a la Ley de la Gravedad y al imparable efecto corrosivo del tiempo. Y es que en Almería el principal patrimonio no es el arqueológico, el eclesiástico o el industrial: nuestro patrimonio más inoxidable es el desencuentro. Somos la Atapuerca de la discordia: un yacimiento insondable del que cada día extraemos una nueva enseñanza.
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