Creo que he encontrado un antídoto contra el agotamiento y la atrofia mental que provoca trabajar para la administración: la escritura. Una de las turas de las que tanto hablaba Julio Cortázar en su Rayuela.
Ahora comprendo a Kafka, perdido en el laberinto de los procesos y buscando consuelo en la literatura. Lo mismo que Pessoa, emborrachándose cada noche en el café A Brasileira para seguir siendo poeta hasta la muerte.
Pero de todos los escritores, funcionarios o asalariados, prefiero a Bukowski. No por su obra, sino porque él pudo dejar a los cincuenta de trabajar en correos (los otros ni siquiera llegaron a esa edad) y dedicarse plenamente a beber, leer y escribir, mientras su editor le pasaba una pequeña renta mensual.
Porque también hay que leer. Se hace necesaria la lectura. Otra tura. Yo tuve que ponerme mal de la garganta para quedarme en casa y buscar un libro. En el aeropuerto me había comprado uno de García Márquez, Memoria de mis putas tristes, y con él estuve hasta más allá de la semana santa.
Pero una tarde de principios de mayo, que estaba triste y desesperada por vivir en este lugar, pensé en coger un autobús que me llevara a un pueblo en el que yo viera el sol siendo tragado por el mar. Sin embargo, ya era tarde y encima estaba casi nublado. Entonces me dije, subiré de nuevo al castillo. Pero cuando pasaba por la avenida donde paran los autobuses vi uno que salía para Sant Antoni de Portmany y me acerqué corriendo. En ese preciso instante se cerraban las puertas y con más ímpetu deseé ir. Levanté mis brazos como si de un alto se tratara y el conductor sonriendo me abrió amablemente la puerta.
Cuando llegué pasaban de las nueve. Era ya imposible ver el sol. Pero empecé a caminar intentando encontrar algo en el cielo que me diera satisfacción. Una luz. Una nube. Un horizonte.
Al final me pasé todo el paseo acompañada por un viento frío, que fue el que me hizo levantarme al día siguiente con la garganta inflamada. El resfriado iba avanzando, con fiebre, mocos, tos, y busqué un libro. En una estantería de la casa había unos cuantos, la mayoría en catalán, valenciano o ibicenco. Pero tuve suerte y entre ellos me encontré uno de Josefina Aldecoa, Porque éramos jóvenes, y es el que estoy leyendo.
Todavía sigo caminando por los atardeceres de cualquier lugar y llego a casa de noche, después de haberme empapado un rato de esa luz celestial que conlleva el tránsito del día a la noche.
Ya en la cama, abro al azar el Tao y leo perpleja antes de dormir: “Un buen caminante no deja huella”.
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