... Mi nieto, hijo de Cristina, mi hija, primo de Fausto, mi nieto, sobrino de Fausto, mi hijo, y nieto de Anna María. ¡Qué emoción indefinible tener en brazos al hijo, recién nacido, de una hija!
Ya el 27 de noviembre de 2016 escribí: “Tengo puesta la ilusión más feliz en que para la noche de San Juan del año que viene mi vida haya alcanzado la dimensión absoluta de la felicidad de un viejo renacido.”
¡Y ha sido en la noche de San Juan, que ha convertido su noche, para mí siempre mágica, en la más mágica de sus noches de mi vida! Me he perdido las hogueras y el baño, pero he ganado un nieto que ha llenado de calor y de luz mi vida, a las 7’15, justo cuando despuntaba el sol sobre Madrid! Y no quiero entrar en comparaciones cursis, pero, de verdad, ha sido mágico porque, para mí, la noche de San Juan es la noche en que amanece el alma y, el día, dos veces: al alba y a la medianoche, cuando el Mediterráneo, como Dios sugiere, le hace caso a San Juan de la Cruz y se incendia “en una noche clara / con ansias de amores inflamada / ¡oh, dichosa ventura...”
Ya nos hemos hecho amigos, Alejandro y yo: su madre ha cometido la osadía de dejarme a solas con él y, claro, le he hablado mucho, lo he acariciado sin límite y él, a su manera, me ha sonreído, seguido mi voz con su mirada sorprendida tratando de adivinar quién soy yo, y hecho todos los sonidos de que es capaz... Y yo, le he explicado qué es el mar; moviendo sus brazos le he enseñado a nadar, y le he hablado de los pececillos, de las sirenas y de las olas. Y hemos quedado en celebrar su cumpleaños, en la playa, a la orilla del mar y al amparo de San Juan. No me he atrevido, siquiera, a pensar cómo será el mundo -¿despersonalizado, robótico?- que le espera. Yo, ya no estaré. Él, se adaptará.
Y ha recibido sus primeros regalos. Se adelantó Fausto, su primo, con un balón, para no perder tiempo. Y yo, una medalla, muy especial por su historia familiar, de la Virgen el Mar y un indalo chiquitillo de oro de Joyería León, para que se sienta almeriense desde el principio y protegido por su Patrona. Y a Cristina, claro, le regalé todo el jamón de bellota y el lomo ibérico que no ha podido tomar durante los nueve meses del embarazo.
Un abuelo es, sobre todo, una persona re-nacida que siente emociones desconocidas e intensísimas provocadas por un mamoncillo indefenso, tierno, risueño y mimosín. Y guapísimo: ojos achinados, diría que negrísimos; boca morruita, rubiasco, largo, de piel suavísima… Es inconcebible la cantidad de amor que puede dar un bebé recién nacido y deseadísimo. ¡Me gusta tanto estrujarlo...! Es un risotón felizote.
Ser abuelo es muy distinto a ser padre. ¿Una paternidad redoblada, revivida? Creo que no. En mi caso, para llegar a ser abuelo, ha tenido que transcurrir mi vida casi por entero. Con todo, no puedo perder mi tiempo en que me angustie el tiempo: me quedo con que el pasado es sólo un prólogo, como dijo Shakespeare. De hecho, desde que hace ocho años nació Fausto –mi nieto, con el que juego a que él sea mi abuelo- salí de la edad de padre para entrar en el tiempo de los nietos, en el que, a su ritmo y compás, viviré, ya, el resto de mi vida. Unamuno lo ideaba como una especie de inmortalidad provisional: lo que dure el afecto de algún nieto. Para los abuelos, se acaba la edad y empieza el tiempo, que es la dimensión más plena de la vida, un tiempo que, al envejecerme, me rejuvenece, por la conjunción de su primavera y de mi otoño.
No me angustia, ya, lo que no he podido –ni podré- hacer ni aprender –nada echo de menos, ya-, sino que me ilusiona un tiempo que Cristina, mi hija, con el nacimiento de Alejandro, ha multiplicado.
¡Cómo es posible que esto no lo haya descubierto antes alguien¡ Vivir en el tiempo de los nietos no es una jubilación -que muchas veces significa depresión: “sale el sol otra vez para el anciano. / ¿Cuántas veces aún? Inútil cómputo / de condenado a muerte...”, escribe Jorge Guillén-, es un gozoso jubileo.
Me felicito por haber llegado hasta aquí, en vez de lamentarme de lo poco que pueda quedarle al camino. Mis ilusiones no pueden ser las mismas; mi ilusión, sí: “arde en mi corazón fuego sin humo / y el calor no se muestra por defuera”.
Como según Rilke la infancia es la patria del hombre, me siento niño.
Mi vida ha alcanzado la dimensión plena: soy abuelo de los hijos de mi hijo y de mi hija. Ya, claro, más que felicidad siento derretimiento.
Soy abueliz: un abuelo feliz. Quiero a mis nietos, Fausto y Alejandro, como la razón última de mi vida, que llenan hasta hacerla desbordarse.
Matar al padre La ausencia del rey emérito en el acto solemne con que las Cortes homenajearon a los protagonistas de la Transición, ha sido, a mi juicio, la mejor escenificación posible de la metáfora freudiana: como asistía el rey hijo, había que matar al rey padre, no fuera a hacerle sombra ni a contagiarle de sangre de elefante, pese a que ese mismo padre fuese el motor de la Transición: sin Juan Carlos de Borbón -que sigue vivo- no hubiese habido Transición ni tendríamos democracia.
Matar al padre ha estado muy mal.
El pingurucho é mobile Como la señora de la pluma, de Rigoletto. Ahora, vuelve a hablarse de moverlo. A mi juicio, con acierto, porque en la Plaza Vieja rompe la armonía e inutiliza un espacio que no es grande pero sí armónico.
Y reitero el emplazamiento del que escribí el 24 de agosto de 2002: la Rambla o el nuevo (sic.) proyecto Puerto-Ciudad, en un espacio despejado y libre, como corresponde a los Mártires de la Libertad, en el que todos podamos, libremente y en paz, cantar a la libertad por los siglos de los siglos.
La radio, compañera La Radio ha cumplido, éste, noventa años. Me lleva veinte: me ha acompañado, pues, toda mi vida, desde aquella Marconi de ojo mágico, la Radio Berja de mi infancia, con Encarnita Campos, Gabriel Luis y sus “Discos dedicados”, y la Radio Almería de mi campaña electoral, con Marisol y Curri, hasta, hoy, cada día, desde que me despierta hasta que me acuesto y la lectura le pone los cuernos.
Es una compañera cercanísima, permanente y generosa: lo da todo y no pide nada.
Una amistad mágica para toda la vida.
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