La Defensora del Pueblo alerta de que la mitad de los españoles no entiende el lenguaje que utiliza la Administración en sus comunicaciones con los ciudadanos.
Es un dato extraído de un interesante estudio que ha hecho la institución y que dará a conocer con pormenor la próxima semana. Esta distancia entre la Administración y los administrados es sólo la punta de un inmenso iceberg.
Si a la farragosa jerga administrativa añadimos la oscura literatura de las sentencias judiciales, de algunas leyes y decretos, del larguísimo catálogo de eufemismos gubernamentales y de los documentos de la Agencia Tributaria, la conclusión es desoladora: parece que escriben para que no les entendamos. Y no se entiende.
Porque es una paradoja que una democracia parlamentaria oscurezca de esta manera tan poco democrática la palabra, que es generadora de derechos y que tiende a enmarañarse según se desciende en la pirámide desde la Constitución a la notificación de una multa de tráfico municipal.
Y el fenómeno es especialmente preocupante porque la falta de entendimiento, que limita la capacidad del ciudadano frente a la Administración y a los poderes públicos, no es universal sino asimétrica. Afecta menos a quienes tienen más formación o más capacidad económica como para contratar asesores que descifren esos complicados jeroglíficos que esconden los documentos oficiales.
Nos costó siglos sacar el conocimiento de los monasterios, extender la educación y erradicar el analfabetismo. Por eso parece mentira que en pleno siglo XXI, mientras se predica la transparencia, la Administración siga produciendo documentos para egiptólogos, herederos de la misa en latín, el prospecto farmacéutico y el inglés del Príncipe Gitano.
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