Llegó el 10 de julio, y nada. ¿Será igual el 1 de octubre?

Ha ocurrido todo lo contrario de estaba previsto y mal previsto. El proceso independentista se debilita, pese a los golpes de efecto

Fernando Jáuregui
01:00 • 10 jul. 2017

Recuerda con acierto mi colega y amigo Federico Quevedo que este 10 de julio se cumple el plazo que se dio a sí mismo Puigdemont, al ser elegido molt honorable president de la Generalitat, para culminar el proceso de desconexión de Cataluña con España. En aquellos momentos, el ya ex alcalde Gerona resultaba elegido president con la difícil anuencia de la CUP, que sigue teniendo una maléfica influencia sobre los asuntos políticos catalanes. Y era la CUP la que imponía, para apoyar al sucesor de Artur Mas, a quien los propios antisistema habían derribado, ese plazo de dieciocho meses para llegar a la independencia.
Bien, ha llegado el 10 de julio, dieciocho meses después de aquel 10 de enero en el que Puigdemont lanzaba su atropellado discurso -tuvo que prepararlo en apenas horas, las que transcurrieron desde que se le anunció que iba a ser el sucesor de Mas- ¿Y qué? Pues que nada se ha cumplido, si no es embarullar aún más la intrincada política catalana. Estuve con mi colega Quevedo en la conversación con una importante dirigente catalana que nos recordó este fallido ´aniversario´, que, inexplicablemente, nadie en la oposición catalana ha resaltado: este fin de semana, el PEDeCat celebraba el primer año de su constitución, y los periódicos destacaban, más que los inexistentes logros de la formación que sustituyó a Convergencia, los evidentes fracasos. Pero nadie decía que este lunes, 10 de julio de 2017, Cataluña tendría, según las promesas de Puigdemont, que estar festejando -o lamentando- en las calles su independencia de la España que ‘ens roba’. Y nada: ni España roba, ni hay independencia.
Ha ocurrido todo lo contrario de lo que estaba previsto y mal previsto. El proceso independentista se debilita, pese a los golpes de efecto, que pasan hasta por la difusión, como si fuese una gran cosa, de un proyecto de ley articulado para la celebración de un referéndum secesionista el 1 de octubre, que Puigdemont ha propiciado. Eso ha sido lo único en lo que han avanzado el president y su no tan afecto vicepresident Oriol Junqueras: no saben hacer leyes -el proyecto citado es un bodrio ampliamente atacado por la prensa catalana, por las instituciones catalanas y, claro, por las del resto de España--, pero sí saben mucho de trompetería bien pagada. En este año y medio, en el que los medios oficialistas catalanes presentaban a la cúpula del PEDeCat (hasta las siglas son desafortunadas) soplando la vela del primer aniversario de esta formación, es poco lo que Puigdemont y su grupo de centuriones pueden presentar como positivo: han incumplidos sus promesas, como la que vencía este 10 de julio; han echado al conseller Baiget, que se atrevió a expresar dudas sobre las posibilidades de celebración del referéndum marcado para el 1 de octubre; han perdido el apoyo de los medios de comunicación catalanes más importantes, pese a las poco veladas amenazas de retirada de publicidad institucional; se han despeñado en las encuestas, dando la primacía a Esquerra; han conseguido que Rajoy y Sánchez se pongan de acuerdo en algo, es decir, en ir decididamente en contra del secesionismo. Por si todo ello fuera poco, el mismo Puigdemont sembró dudas sobre su voluntad de permanencia en el Palau de la Plaza de Sant Jaume, enredando aún más la venenosa situación catalana, ya bastante viciada con los juicios por los casos ‘Palau’ y ‘Tres por Ciento’, además, claro, del ‘culebrón Pujol’.
Imposible dispararse más veces en el pie en menos tiempo. Si se hubiera dado ya, ante tanto disparate, una respuesta contundente, negociadora, generosa e imaginativa más allá de discutir si se ha de aplicar o no el artículo 155 de la Constitución, el Estado tendría ganada la partida, sin necesidad del desgaste que le/nos viene a todos en una pelea inútil en la que la legalidad vigente, y a reformar, será la única vencedora, pero dejándose muchas plumas en la gatera.
Sin embargo, ya se sabe que los tiempos de Rajoy son insondables: sigue fiel a su tesis de que lo mejor que se puede hacer es dejar que las situaciones adversas, cuando tienen síntomas de descomposición interna, como es el caso, se pudran. Lo que ocurre es que esa patente inactividad de Rajoy, que desespera a Pedro Sánchez y echa para atrás a Albert Rivera, nos hace perder tiempo al conjunto del país, distraído de otras tareas fundamentales con la ya secular ‘cuestión catalana’.
Y los países, cuando se distraen, retroceden.







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