En julio de 1997, la brutal conmoción provocada por esa crónica de una muerte anunciada que fue el secuestro y posterior asesinato del joven concejal Miguel Angel Blanco sacó a la calle a todo un país unánimemente harto de tanta violencia, tanta muerte y tanta sinrazón. Veinte años después de aquellas terribles jornadas, se ha venido hablando y escribiendo mucho sobre cómo vivimos aquellas interminables horas y qué fue lo que nos llevó a millones de españoles a salir a la calle a plantar cara a los asesinos de ETA.
Pero entre tanto ejercicio de hemeroteca y tanta apelación al llamado “Espíritu de Ermua”, he echado en falta una pregunta crucial: ¿qué es lo que nos ha pasado? Si alguien, hace veinte años hubiera dicho que en 2017 no se podría conmemorar este hecho desde la repulsa unánime, habría sido tachado de loco. Pero la realidad es que dos décadas después, a la hora de cumplir con el recordatorio de aquella infamia, hemos asistido a un limitado -pero significativo- despliegue de reacciones y posturas políticas ambiguas, dubitativas y distantes, que nos han llenado a muchos de vergüenza y de sensación de vuelta a los años en donde la búsqueda de la permanente equidistancia entre asesinos y asesinados se convirtió en el hábitat natural de muchos miserables. Y lo peor no es que el Ayuntamiento de Madrid no haya querido poner una pancarta en el mismo sitio donde homenajea a diario a los colectivos más variopintos. Lo peor ha sido su recital de justificaciones para evitar posicionarse del lado de la decencia. Creía que 20 años después no iba a ser necesario volver a explicar que en esto sí hay dos bandos claros: el de las víctimas o el de los asesinos. Y sin negar a nadie el derecho de justificar lo injustificable, habrá que ejercer ese mismo derecho para trasladar a toda esa gente que su tibieza, sus equidistancias y sus excusas producen asco. Mucho asco.
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