Es difícil ponderar y evaluar el deterioro producido en una sociedad que se ve reiteradamente inducida a revalidar los viejos fantasmas del pasado en un escenario de permanente confrontación. No hay que olvidar el papel de Zapatero que, como presidente del Gobierno, introdujo e instiló el virus de la fragmentación ideológica que devino en lamentable división que aún se acrecienta en las facciones más radicales de la izquierda, hasta llegar a una visible traición sediciosa como distintivo sectario. Es cierto que la democracia permite que cualquiera pueda acceder a la dignidad de representante del pueblo. Igualmente es cierto que, ahora, no sólo puede acceder cualquiera; también puede llegar un cualquiera. Y esto lo digo por el escasísimo nivel moral -descarto consideraciones políticas- a la hora de afrontar y administrar por parte de Unidos Podemos y sus adminículos el vigésimo aniversario del secuestro y posterior vil asesinato de Miguel Ángel Blanco.
Ante todo, Miguel Ángel era una persona que se distinguía por su indiscutible convicción democrática; y esto, al margen de adscripciones políticas o ideológicas es más que suficiente para encontrar la unanimidad total a la hora de honrar la memoria de un buen hombre, víctima de execrables asesinos. Pero no. La insidia contrasistema les impide un mínimo ejercicio humano que nos diferencia -y no tanto en algunas especies- de los animales. Cuando una persona muere ya no tiene capacidad de defensa; es lo quieren que sea los que les conocieron que, generalmente y en ejercicio de conmiseración, tienen la generosidad de recordar y glosar las facetas positivas que, en el caso que nos ocupa, sobrepasaron los posibles pequeños defectos que, en todo caso y por respeto, siempre hay que administrar en particular conciencia.
El lamentable espectáculo de Carmena, Alberto Garzón, Pablo Iglesias… y sus conmilitones que no han reparado en el más mínimo resquicio de humanidad que se presume a los que exhiben permanente desvelo por el “respeto por las libertades democráticas y defensa de los derechos de los más necesitados…”, es de los más miserable y mezquino. La reticencia a colocar una pancarta en el Ayuntamiento de Madrid que evocase la más sentida y multitudinaria acción de repulsa ante la violencia y el unánime sentimiento de dolor de todo un pueblo, acaba de servir de vomitiva exhibición de equidistancia y confrontación; sin olvidar el talante dictatorial y revanchista que adorna estos gestos. No es la primera vez que cuando uno de estos dirigentes accede al poder exhibe su “respeto” institucional sacando músculo revanchista quitando bustos y descolgando retratos en favor de sus particulares fetiches gerracivilistas y algún que otro impresentable condenado por la justicia. Si este es el proceder de estos dirigentes con los muertos que pensaban diferente, ya se puede imaginar el respetuoso trato a los vivos que caigan en su particular forma de “gestionar” la disidencia.
Que Alberto Garzón haya alcanzado las más altas cotas de la iniquidad política calificando a Leopoldo López de “golpista”, y los de la CUP eleven la categoría a “asesino”, no implica necesariamente que esa vileza alcance y se propague por municipios como el de Almería por obediencia debida al gesto asambleario que suele acompañar estas decisiones frentistas y ofensivas; y si ha sido decisión personal y voluntaria, más lo denuesto. Recordemos en esta efemérides que Almería conoció la manifestación más sincera y sentida de la historia de la capital y provincia. La ausencia de Izquierda Unida y Podemos en el respetuoso minuto de silencio por el asesinato de Miguel Ángel Blanco no es ofensiva equidistancia, es la constatación de una virulenta radicalidad que sólo tiene una defensa: profundizar más en el desaforado ataque. De ¡Revolución o muerte! Pasamos a radicalidad hasta en la muerte.
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