Es curioso que cuando se está fuera de casa las vacaciones más deseadas sean las de volver a ella. No hay un lugar en el mundo que sea más interesante. Ahí está todo lo que te pertenece en cuerpo y alma.
Con esos ánimos salí de este lugar y, sobre el mediodía, nada más llegar a Murcia, me sorprendió una tormenta de granizo, que no duró más de media hora, pero fue tan intensa y emocionante que se convirtió en inolvidable. Vi asombrada, tras los cristales de la estación, unas cortinas de piedrecillas blancas cayendo oblicuas, casi en diagonal, haciendo tanto ruido sobre el asfalto, los coches y las marquesinas, que había que mirarlas a la fuerza.
Luego llegué a Vera en plena hora de la siesta, donde me recogió mi querida vecina Rosa Angélica y me llevó directamente al cortijo. Allí, contenta, descansé un buen rato en mi añorada cama.
Al día siguiente empecé a leer lo último de Orejudo, Los cinco y yo. Unas veces tumbada en una hamaca al lado de la ventana del porche, y otras debajo de la palmera, el caqui y el ciprés; un lugar denominado “mi rinconcillo”, por donde corre un aire de levante que da gusto.
Me bañé muchas veces, y nadé todo lo que pude. Y así fui viviendo día tras día. Al principio tenía miedo de que se acabaran los días. Pero después fui aprendiendo a ir disfrutando de cada momento. Siempre pensando que mañana habría otro, y podría seguir siendo feliz.
Pero todo se acaba. O no. Más bien todo sigue y se transforma. Por eso tuve que volver. Y me encantó el vuelo. Contemplar la isla desde los aires es maravilloso. Pero también fue curioso que estando todo el avión lleno, en la fila 7 de la derecha no hubiera nadie más que yo en la ventanilla.
Más tarde, cuando entré en mi habitación alquilada, me derrumbé por completo. Todo me era ajeno entre las paredes del bajo de un edificio relativamente moderno o vulgar. Y lo más doloroso es que me había separado de mi hijo. Yo quiero vivir cada día viendo a mi hijo, me repetía mientras lloraba ordenando las cosas, a la misma vez que limpiaba el cuarto de baño y miraba mis ojos rojos en el espejo. Qué desgraciada me sentía.
Y para colmo en toda la vivienda que comparto con otras dos mujeres no había nadie. Eso me producía terror. Ya me imaginaba toda la noche en vela, dominada por el pánico.
El duelo me duró casi toda la noche, pero al día siguiente me encontraba mejor. Quizá el duelo fue el desahogo perfecto para afrontar mi readaptación al medio. De pronto empezaba a dominar la situación, ya nada me era extraño, y me vino la calma al lado del mar.
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