La iniciativa del municipio de Terque de rendir, pasado mañana, un reconocimiento al ser vivo más longevo del pueblo, su olmo centenario, es más que plausible y una actitud a imitar por otras muchas localidades en las que diferentes especies árboreas forman parte intrínseca, no ya del paisaje, sino de la vida propia de cada uno de nuestros municipios. Salvo raras y escasas excepciones no se concibe la imagen de un pueblo sin su plaza y sus árboles emblemáticos, sean autóctonos o foráneos. Estos seres derrochan generosidad, pues amén de su función propia y del carácter embellecedor de rincones y plazuelas, aportan la impagable sombra ante el implacable sol y cobijan la vida misma del pueblo que los alberga. Confesionarios de inconfensables declaraciones de amor, testigos mudos de confidencias vecinales, discretos compañeros de tertulia, los árboles de nuestros pueblos conservan en sus hojas, acogen en sus ramas y troncos las pequeñas historias que escriben la historia cotidiana de cada uno de los municipios que habitamos. Cada pueblo tiene su árbol que debe ser respetada seña de identidad, una tradición que las diferentes generaciones han sabido conservar desde culturas ancestrales en las que cada especie ha tenido su propio espíritu y un simbolismo que ha inspirado ideas y mensajes muy diferentes a lo largo de la historia de la humanidad. No es de extrañar, por lo tanto, que el ser humano encuentre en la idea de árbol la inspiración para explicar el conocimiento y hasta lo sagrado.
Cada especie, cada árbol tiene su historia detrás y sus simpatizantes. En mi caso, el favorito es el “Cercis siliquastrum” o árbol del amor, un ejemplar que llegó a Europa en la época de las cruzadas y que se ha convertido en un mito gracias a una de las leyendas que protagoniza, según la cual una indígena adolescente encontró el amor de su vida en un joven que a su vez quedó prendado de la belleza de la muchacha. Ambos iniciaron una apasionada relación que pronto encontró la oposición de los padres de la joven. Esta actitud llevó a la madre de la hermosa muchacha a tramar la desaparición del pretendiente. La indígena, consciente de que nunca más vería a su amado, hizo un pacto con el diablo, que por deseo propio la convirtió en el árbol más bello de su región para que quien sufriera idéntico trance de no poder compartir su amor, con solo mirar el árbol pudiera hacerlo. Nació así el supuesto Árbol del Amor que jamás nadie encontró. Al igual que este árbol, plátanos de India, acacias, adelantos, álamos, eucaliptos conviven en nuestro hábitat y no siempre reciben la atención y el cuidado que merecen. Demasiadas actuaciones aniquiladoras les impiden que vivan y que nadie pueda dedicarles un poema o reconocerles, como el olmo seco de Machado o el centenario olmo de Terque. Ellos son otros olmos.
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