Cuando en 1979 llegué a Almería desde Madrid viví algunas semanas en la casa que los abuelos de José María Granados, periodista y amigo desde la Facultad, tenían en la calle América de Ciudad Jardín. De aquellos días iniciáticos conservo algunas imágenes imborrables -el color cobrizo del polvo de mineral, los descampados ocres y ventosos que separaban la ciudad de la playa, la humedad permanente de las sábanas, las sillas insufribles del cine de verano, el camión con agua de Araoz, el perfume apresurado del jazmín, en fin, la Ciudad Jardín de entonces-, pero quizá la que más me sorprendió en aquella primavera tardía de los últimos 70, fue la tarde en que, mientras esperaba el autobús, escuché una conversación que entonces se me antojó extravagante pero que he vuelto a oír y oigo en muchas ocasiones.
-Oye, ¿dónde vas?-, preguntó una vecina
- A Almería.
Para alguien que se había pasado veinte años recorriendo cada domingo los más de tres kilómetros que separaban la casa familiar del barrioalto del campo de fútbol de Las Ventas viendo aquel trayecto como un todo que formaba parte de un único pueblo, el que alguien se situara tan extramuros que considerara el centro un lugar tan lejano pese a estar separado por menos de un kilómetro, me pareció sorprendente: ¡Los vecinos decían que iban “a Almería” cuando se subían al autobús frente a La Habana para ir desde El Zapillo al Paseo!
Han pasado los años y aunque ha corrido poca agua bajo los puentes, tal vez no sería arriesgado afirmar que una de las causas que propiciaron la ciudad que hoy tenemos haya que encontrarla en ese acentuado sentido de la dispersión que hizo de los barrios un puzle de conexión imposible.
Como escribe Fausto Romero, con tanta belleza como acierto, Almería no ha sido una ciudad con una única Alma, es un territorio de más de ciento cincuenta mil almas y eso, que suena tan poético -y que, sin embargo, es tan inútil-, ha sido un factor determinante en la percepción de la ciudad como un poblachón desestructurado y estrafalario en el que la concepción de espacio público compartido nunca existió y aún hoy dudo que exista en la totalidad de los ciudadanos; al menos con la intensidad que sería necesaria.
Los capitalinos han mantenido históricamente con la ciudad un sentimiento de pertenencia administrativa, pero no un sentimiento de identidad. El territorio de la identidad lo redujimos a los límites cercanos del barrio, a las esquinas de las calles recorridas, al sonido de las vecinas conocidas. Pescadería y Los Molinos son, siguiendo la doctrina iluminada de Pedro Sánchez, dos naciones culturales diferentes (que algún día hasta podrían tener derecho a decidir) y entre La Cañada y el Quemadero hay más distancia que entre los estados de Nueva York y Nueva Jersey; si a estos les separa el río Hudson, podría argumentar un defensor de la filosofía del cañillo, a nuestros barrios les separa una rambla; y se quedaría tan fresco. Y pon otra de jibia, niño.
Sin embargo y a pesar de esta filosofía, tan nuestra, la ciudad ha cambiado en las últimas dos décadas. Almería no es hoy- y vuelvo a Fausto Romero como autor de la frase- el Paseo rodeado de suburbios. Ha cambiado y mucho y para bien.
Es cierto que queda mucho por hacer -una ciudad es, por principio, un proyecto permanentemente inacabado- pero entre ese ‘Debe’ quizá el apunte más importante por satisfacer sea el de la construcción de un espíritu colectivo que nos haga ver la ciudad y vernos como un todo, como un territorio común en el que los avances -o los retrocesos- sean compartidos. No es difícil, solo basta con alzar la vista y mirar más allá de la esquina de la calle.
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