Los patronos quieren acabar con la hora del bocadillo, y eso que el bocadillo lo ponen los trabajadores. La hora del bocadillo, que no es una hora, sino el rato que emplean los asalariados en tomarse un tentempié a media mañana, cuando la gusa y el desfallecimiento se hacen patentes, no era, cual suponíamos, una conquista laboral, sino una merced producto, según acaba de sugerir el Tribunal Supremo, de la longanimidad, la bonhomía y la tolerancia de los empresarios.
Esos veinte minutos que los trabajadores usan para poder seguir trabajando en condiciones, y más en el régimen de neoesclavitud en que se halla hoy el mundo del trabajo, va a resultar que eran una dádiva, y no una inversión. La realidad, empero, contradice al Supremo, pues ¿qué ser humano no reducido estrictamente a trabajos forzados y al látigo de cómitre puede aguantar ocho horas seguidas sin tomar un poco de aliento y rellenar someramente el depósito?
El patrono invierte veinte minutos para garantizarse el rendimiento y las ocho horas de plusvalías que le proporciona cada uno de sus trabajadores, más las extras que muchos ya ni pagan. No es, era, mala inversión, pero se ve que la tradicional renuencia de nuestros empresarios a invertir y a reinvertir se ha exasperado, o se ha venido arriba con la permisividad de la Reforma Laboral del PP en lo tocante a la explotación, y los patronos prefieren que sean los trabajadores los que paguen enteramente esa inversión, esto es, la hora del bocadillo, y el bocadillo.
Otra cosa sería, ciertamente, si lo que se pretendiera, incluso también con el aval del Supremo, fuera introducir alguna racionalidad en la “hora del café” en la que parecen instalarse durante más de una hora, y de dos, esos funcionarios públicos y esos directivos de empresas y de bancos que cuando son requeridos por los usuarios están casi siempre, en consecuencia, tomando café en su maravillosa hora del café.
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