Los paraísos ignorados

José Luis Masegosa
22:50 • 13 ago. 2017

La semana que hoy principia es el cogollo del verano. Llegadas estas calendas agosteñas, que son las mieles del estío, la vieja piel de toro padece una metamorfosis irremediable y no hay rincón ausente de festividades y celebraciones que alteran la cotidiana vida de cada esquina. La geografía patria se somete a una suerte de reencuentro con el ayer, a un retorno irresistible al néctar de la infancia que alimenta la vida añorada que, al menos una vez al año, se puede gozar. Una ocasión única para compartir las pequeñas vivencias con quienes quedaron anclados en sus lugares de origen, asidos al espacio y al tiempo de los que nunca quisieron alejarse. Agosto es el trampolín del sueño al que cada año nos subimos en  busca de las huellas del olvido y las referencias de las pequeñas historias personales, esas biografías multicolores que los calendarios tornan sepias y tiñen de patinas otoñales. 
En ese deporte nacional, cuya práctica nos brinda una diversidad de especialidades, siempre destacan los recuerdos de las ausencias, las privaciones o pérdidas de alguien o algo muy querido  que nos llevan a morder el meollo del estío, unas sensaciones y sentimientos que con la extinción de estas calendas dejan acuñadas las inevitables añoranzas que a cada cual tocan. Son como el tesoro  soñado que  nunca llegamos a encontrar, a pesar de haberlo lamido. Frente a las grandes aglomeraciones humanas, en las que se veranea cuan resignadas sardinas enlatadas, cobran mayor atracción las innumerables ventajas de los pequeños núcleos, las óptimas condiciones de estos recónditos espacios que permiten un mayor sosiego y que proporcionan una habitabilidad más desahogada.  
En este trasiego estival se valora la existencia de los pueblos como lugar de destino, pero también como referente, de ahí que el hecho de ser o tener un pueblo sea más que motivo de orgullo, por lo que se comprende la tendencia de muchos urbanitas a buscar apego en algún entono rural o a redescubrir la procedencia rural de sus antepasados para hacer  acuñación propia. Tales prácticas hablan del bueno gusto de quienes las ejercen y de la sabia elección para escoger un adecuado lugar donde vivir de temporero estival. Una experiencia que nada tiene que ver con la realidad de estos espacios durante el resto del año, donde la vida no es tan ventajosa y placentera como  pudiera hacer pensar a quienes disfrutan de los mismos estos días. Los núcleos rurales, los pueblos no pueden  sobrevivir bajo el erróneo concepto del paraíso idílico de unos días de verano. 
La realidad de nuestros pueblos-pueblos sólo la conocen, la gozan y  padecen quienes los habitan todos y cada uno de los meses del año. Al igual que los colores mutan cada jornada, la vida rural difiere cada día, y en numerosas ocasiones  se torna compleja, difícil y dura, mayor cuanto más atractivos ofrece al foráneo, porque la cacareada proclama política de que todos los ciudadanos han de tener los mismos servicios, vivan donde vivan, es, hoy por hoy, una solemne quimera. Los pueblos son paraísos, pero ignorados.  


 







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