La idea de expulsar a los gitanos de España se remontaba a 1499, fecha en que los Reyes Católicos amenazaron con su ejecución a aquellos que no tomaran vecindad y se emplearan en los oficios comunes al resto de sus vasallos. Durante los reinados siguientes, diferentes propuestas fueron expuestas en ese sentido, hasta que en 1749, el Consejo de Castilla, con su presidente Gaspar Vázquez de Tablada al frente, acordó su arresto para “sacarlos de España y enviarlos divididos en corto número a las provincias de América”. Si bien, se acabó desarrollando un proyecto de exterminio biológico, consistente en una captura general y la posterior separación de hombres y mujeres para evitar su reproducción. Lo que en términos actuales llamamos un genocidio.
El carácter universal de la redada se halló implícito en las instrucciones que el marqués de la Ensenada confeccionó para hacer una redada general en toda España a las doce de la noche del 30 de julio de 1749. Sin embargo, la orden de captura no llegó a Cataluña y algunas poblaciones andaluzas, como fue el caso de Almería y los pueblos de su corregimiento.
Los gitanos almerienses, noticiosos de la prisión y del embargo de bienes que se había realizado en otras partes, tuvieron tiempo de huir, o al menos de desprenderse de sus pocas pertenencias. El corregidor de Almería, al no haber recibido la orden de prisión, sólo pudo dar aviso a Ensenada de cómo los gitanos, al tener conociendo de lo que se había “ejecutado con los demás del interior del reino”, habían “vendido a ínfimos precios […] los pocos jumentos y otros animales que tenían”, por lo “que a ninguno podrá encontrársele bienes de algún valor” para costear los gastos generados por la prisión y manutención de los cautivos.
Recibida finalmente la orden el 23 de agosto siguiente, tres semanas más tarde al inicio de la operación a nivel nacional; José de Diego y Heras, corregidor de Almería dispuso “la prisión, embargo y venta de bienes de todos los gitanos y gitanas que habitan en esta ciudad y lugares de su jurisdicción y partidos”, para lo que despachó un “pliego cerrado para las justicias con la prevención de guardar sigilo hasta la noche del miércoles -27 de agosto-, en que siguiendo ya todas, sabedoras se ejecutasen las prisiones y demás diligencias a una misma hora”.
El secretismo con que se actuó fue tan efectivo que se logró “la prisión de todos sin excepción de alguno”. Separados los hombres y niños mayores de siete de años de las mujeres y niños menores de esa edad, fueron encaminados hacia la alcazaba de Almería, en donde se fueron concentrando el resto de las víctimas de las redadas efectuadas en los pueblos pertenecientes al corregimiento almeriense. Hasta el 30 de agosto, el recinto de la alcazaba albergó a:
“189 gitanos, hombres, niños y mujeres, los 79 aprisionados en esta ciudad, y los demás que se han conducido por los lugares de Alhabia, Terque, Sorbas, Santa Cruz, Alboloduy, Lubrín y Níjar; y faltando todavía los que había preso en los otros pueblos de esta comprensión”.
En total, dos centenares de personas gitanas acabaron con sus huesos en la alcazaba almeriense, a las que habría que sumar al menos, un centenar de gitanos y gitanas pertenecientes al resto provincial. Aproximadamente, el 3,5% del total de las víctimas Alrededor de 9.000 en toda España) procedentes de la redada ejecutada en el verano de 1749 fueron almerienses.
Las penalidades de los presos no hicieron más que comenzar. A partir de este momento iniciaron un trágico periplo de privaciones, enfermedades y muerte a través de diferentes centros de concentración hasta acabar en los destinos definitivos que Ensenada dispuso separadamente para hombres, mujeres y niños.
Aun, el 6 de septiembre de 1749, los gitanos y gitanas aprehendidos se hallaban recluidos en la alcazaba. El corregidor almeriense, agobiado por los problemas sanitarios y de abastecimiento, hubo de dirigirse a Ensenada, rogándole le comunicara “a donde remitir estos gitanos, el modo y forma, su conducción y el cuanto se consigna cada uno, regulados por familias o edad”. Diez días más tarde, el ministro le ordenó los enviara con tropa de infantería y caballería a Granada, en donde su corregidor habría de hacerse cargo de ellos.
Una vez en la capital nazarí, los gitanos y gitanas presos fueron instalados en la Alhambra guardando su separación por sexo y edad. A ellos se fueron juntando las demás víctimas capturadas en el reino granadino. Los hombres en su alcazaba y las mujeres en el patio del palacio de Carlos V. Desde allí pasaron posteriormente a las atarazanas malagueñas, desde donde se enviarían los hombres y niños mayores de siete años al arsenal de La Carraca en Cádiz y al de La Graña en El Ferrol; en tanto las mujeres, debieron sufrir un largo periplo a través de diferentes lugares del casco urbano malagueño y de su alcazaba, hasta ser transportadas en barco en 1752 hasta Tortosa y ser recluidas en la casa de Misericordia de Zaragoza, donde se destacaron por sus continuas manifestaciones de rebeldía ante su injusta prisión.
La tragedia vivida por estos gitanos almerienses merece una reparación histórica a todos los niveles. En este sentido, el autor de este artículo, con el apoyo de la Federación de asociaciones gitanas de Almería, tiene solicitado desde diciembre del pasado año al ayuntamiento almeriense, la imposición del nombre de Indalecio Santiago (en representación de las víctimas de la redada) a uno de los espacios públicos de la ciudad de Almería, sin que hasta el momento se haya resuelto cosa alguna sobre al respecto.
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