La Tía Ana, viuda desde hace más de una decena de años, vive sola en una de esas pequeñas casas encaladas que muestran el derrochador encanto de los hogares y añejas viviendas de nuestros pequeños pueblos, esos núcleos desparramados por la geografía rural en peligro de extinción a los que hace unas semanas etiquetaba de paraísos ignorados. La Tía Ana, que no tiene descendencia, ha cruzado ya el rubicón de los ochenta calendarios, pero se defiende con bastante agilidad y atiende su coqueta residencia con la misma dedicación que empleaba cuando vivía junto a su extinto compañero. Hace algunos años, esta pareja de pensionistas recibía su “paga” de los propios empleados de las pocas oficinas bancarias que por aquel entonces había en su pueblo, pero la paulatina desaparición de las corresponsalías bancarias y de sucursales obligó al matrimonio a desplazarse a su oficina para realizar cualquier gestión. La Tía Ana se acercó el otro día por una de las dos entidades que teóricamente aún hay en el municipio para poner su libreta de ahorro al día y sacar algún dinero. Nada más entrar, quedó sorprendida por la nueva cara que tras el mostrador atendía a otro vecino. Cuando llegó su turno, la buena señora se interesó por la nueva empleada de la oficina, quien amablemente le aclaró que no era trabajadora de la entidad, sino una agente financiera autónoma. Actualizada la contabilidad de la libreta, la agente explicó a la clienta que no podía hacerle entrega de ningún dinero si no le mostraba el DNI, que llevaba algún tiempo extraviado, ya que no la conocía, pero que podía trasladarse al pueblo vecino, adonde habían reubicado al anterior responsable, quien sí la podría atender, dado su perfecto conocimiento, pero que lo que debería hacer es darse de alta en la banca online y autogestionar sus ahorros. La Tía Ana dibujó su rostro con una mueca de irónica extrañeza y, resignada, abandonó el establecimiento bancario.
Dos días después, la buena mujer alquiló el taxi de Eustaquio para que la llevase al municipio cercano y concluir sus gestiones. El taxista se detuvo en la gasolinera de la salida del pueblo para repostar combustible. Extrañado de no ver a nadie, Eustaquio se tropezó con un cartel: “Punto de llenado low cost. Reposte con su tarjeta bancaria”. Contrariado, el taxista desistió porque se percató de la caducidad de su tarjeta y, además, le pareció un abuso empresarial que la estación de servicio hubiera prescindido de sus dos empleadas, pese a ofrecer el combustible más barato.
Una jornada más tarde, la Tía Ana acudió al cuartel de la Guardia Civil para realizar una consulta acerca del permiso de armas de la escopeta de caza de su esposo, de la que no se había querido desprender. Una nueva sorpresa iluminó sus cansados ojos. Junto a la puerta cerrada del acuartelamiento, precisaba un cartel informativo: atención al público, martes y jueves, de 9 a 14 horas. Para cualquier otra necesidad llamen al teléfono 062. Sin móvil, abatida y decepcionada, la octogenaria convecina pensó para sí “este no es mi pueblo”. En unos años, el pueblo de la Tía Ana posiblemente pase a engrosar la creciente nómina de la España vacía.
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