La ola de ataques terroristas de inspiración yihadista ocurridos en suelos europeos durante estos dos últimos años, entre ellos los recientes de Barcelona y de Turku (Finlandia), replantean con más ímpetu la cuestión de la identidad y las razones (sin razones) del auge de la violencia terrorista que se materializó en decenas de muertos entre la población europea, sin distinción de raza, origen o confesión.
Es verdad que los conflictos en Siria e Irak han podido ser el catalizador de un repunte terrorista sin procedentes en el continente europeo, habida cuenta del papel clave desempeñado por la organización terrorista “Daesh” y, en menor medida, “Al Qaida” en la promoción y el desarrollo de nuevos conceptos ideológicos en el marco del “Yihad Global”. No obstante, otros factores endógenos, inherentes a la sociedad europea, han favorecido la propagación y la consolidación del credo yihadista entre las comunidades musulmanes de origen magrebí, fuertemente establecidos en Francia, Bélgica, España, Italia, Holanda y Alemania.
Dichos factores, entre otros, están ligados con el sentimiento de exclusión albergado por algunos jóvenes musulmanes europeos por falta de perspectivas sociales seguras, ausencia de políticas de gestión eficiente de las cuestiones identitarias, culturales y religiosas, así como el auge del racismo y la xenofobia en algunas sociedades europeas, una realidad está última que se plasmó en los éxitos electorales sorprendentes de partidos de la extrema derecha. Ante tal situación, muchos jóvenes musulmanes europeos, expuestos generalmente a la problemática del fracaso escolar y al paro, se han desviado hacía la criminalidad y la delincuencia, llenando así las cárceles donde algunos fueron adoctrinados por los ideólogos del islamismo radical.
Mientras, otros presas de una crisis de identidad, han encontrado refugio en locales de culto controlados por movimientos islamistas radicales, que son auténticas incubadoras del extremismo, guiando los nuevos reclutas hacia la órbita del “salafísmo yihadista” del “Daesh” y de “Al Qaida” que considera al “Occidente Cristiano-Judaico” como el responsable de la decadencia del mundo musulmán, alimentando así las ansias de un odio visceral que se plasmó en los atentados de Paris (noviembre 2015), de Bruselas (marzo 2016), de Berlín (diciembre 2016), de Manchester (mayo 2017) y más recientemente en Cataluña (agosto 2017).
El denominador común de estos ataques es el de haber sido cometidos por jóvenes terroristas europeos de origen magrebí (Marruecos, Argelia, Tunes, Libia), unos jóvenes cuyo único vínculo con los países del Magreb ha sido el origen de sus padres y de sus antepasados. Pertenecen generalmente a estamentos sociales desfavorecidos en Europa, con alto nivel de fracaso escolar y para algunos de ellos, con lazos consolidados en los ámbitos de delincuencia y la criminalidad.
En cuanto a los atentados de Paris del 13 de noviembre del 2015, cabe resaltar que los terroristas implicados son jóvenes belgas y franceses (de origen marroquí y argelino), que habían vivido y crecido en estos dos países europeos. En el caso de los atentados del 22 de marzo 2016 en Bruselas, se da la misma configuración, es decir jóvenes belgas, de origen marroquí, pero sin ningún vínculo con el país de sus antepasados. El doble atentado de Barcelona y Cambrils fueron cometidos por una célula yihadista compuesta por 12 ciudadanos marroquíes y españoles de origen marroquí cuya edad oscila entre 17 y 28 años, residentes de forma permanente en España donde habían crecido y educado; la mayoría de ellos se han establecido en España a una edad muy temprana. El cabecilla de la célula, Abdelbaki Essatty (44 años) tenía antecedentes penales por tráfico de droga. Este dato revelador sobre los miembros de la célula terrorista de Barcelona parece no haber interesado a algunos medios de comunicación, más preocupados por poner el acento en el origen y la nacionalidad marroquí de los implicados. En lugar de esto, quizá habría que buscar las causas de esta deriva extremista en la ruptura producida entre algunos de estos inmigrantes y la sociedad que los acoge.
Así que sería una enorme falacia demonizar el país de origen de los terroristas, en este caso Marruecos, partiendo de la evidencia de que éste no es el responsable de los actos de unos ciudadanos que llevan toda su vida en otro país. Son, en definitiva, ciudadanos europeos, productos de las sociedades donde habían crecido y vivido. El señalamiento injusto de Marruecos como “exportador de terroristas” tiende a engañar a la gente haciéndole creer que existe una predisposición genética a la violencia entre los marroquíes en vez de abordar con honestidad el tema de la radicalización de los jóvenes como consecuencia del fracaso de la políticas de integración con el agravante de los problemas de identidad y las frustraciones socioeconómicas, el sentimiento de exclusión y del rechazo, y que son factores que hacen del islamismo radical más atractivo.
Para concluir, cabría señalar que la amenaza terrorista proveniente de estos jóvenes terroristas europeos de origen magrebí pone a Europa ante un nuevo paradigma de terrorismo de masa inspirado por “Daesh”, se ha convertido en un real motivo de preocupación mayor para los servicios de seguridad de los países europeos, y también los es para los propios países de origen de estos jóvenes terroristas. En este sentido, sería de justicia y de más utilidad subrayar la dinámica excelente de la cooperación antiterrorista entre Marruecos y Europa (reconocida por los propios países europeos, y la cual hay que consolidar) que ha dado enormes éxitos abortando muchos planes terroristas encomendados por “Daesh”.
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