A menudo uno lee en la prensa noticias que, por serlo, forman parte del relato cotidiano de nuestras vidas o del entorno en la que ésta se desarrolla. Y muchas veces, el cariz de esas informaciones refleja situaciones tan alejadas de lo que la mayoría de personas puede considerar como “normal”, que uno no sabe ya si el raro no es el que transgrede las normas escritas y no escritas, sino el que no se comporta del modo extravagante o carente de juicio descrito. Y no les hablo de hechos que suceden en países o en desiertos o montañas lejanas, sino en la puerta de nuestras casas. Acabamos de conocer que la Policía busca a quien o quienes se dedicaron a deslumbrar con un puntero laser la cabina de un avión procedente de Madrid que iba a tomar tierra en el aeropuerto de Almería. ¿Cuál puede ser el objetivo de semejante comportamiento? ¿Qué risas o jolgorio puede provocar ver precipitarse contra el suelo un avión cargado de pasajeros? ¿Quién puede considerar como normal este acto? Esta gravísima irresponsabilidad, reflejo de esa manera tan extendida de actuar, decir o escribir cosas llevados por la pasión o la urgencia del momento y sin pensar en las consecuencias probables o inevitables de lo hecho, dicho o escrito, no sólo la hemos visto en este peligroso amago de catástrofe aérea. En pleno centro de Almería, dos indigentes morían hace pocos días por ingerir unas pastillas fitosanitarias encontradas en un contenedor de basura, como acompañamiento del vino que trasegaban. ¿De qué modo puede alterar una situación de indigencia la percepción de los límites básicos de la prudencia personal? Desayuno leyendo esas noticias y tengo la sensación de que hace tiempo que hemos perdido la noción de las fronteras entre lo bueno y lo malo y entre lo razonable y lo temerario, quizás llevados por esa peligrosa corriente de pensamiento que dice que advertir contra el “todo vale” es un rasgo autoritario que hay que erradicar. Pero cuando todo vale, nada vale nada. Lo primero, la vida.
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