España es el país más fuerte del mundo. Los españoles llevan siglos intentando destruirlo y aún no lo han conseguido”. Esta llamativa frase que, sin certeza histórica se le atribuye a Otto von Bismark, pudiera ser una leyenda urbana. Hoy, con las vergonzantes certezas exhibidas en el Parlament, la frase es absolutamente incontrovertible. No obstante, prefiero citar al filósofo americano Will Durant: “Una gran civilización no se conquista desde fuera hasta que no se destruye a sí misma desde dentro”. Y en esas estamos.
Es muy difícil diagnosticar la génesis de esta hispana inclinación destructiva, incapaz de de encontrar lugares comunes ante las peores adversidades. Ni siquiera el luto logra cauterizar las heridas seculares y las brechas ideológicas. Todo lo contrario, las desgracias sobrevenidas sirven de catalizador para el oportunismo sectario, sin precaver en el daño colateral y la profundización del deterioro. Insisto en la dificultad para el diagnóstico, aunque me inclino por una gran dosis de irracional odio.
El delito de odio se ha convertido en un argumento que recientemente se utiliza de comodín para enjaretar y endilgar al ciudadano novedosos comportamientos criminales que le acerquen cada día más a plegarse a un pensamiento único, curiosamente forjado y dirigido por los más déspotas, totalitarios y permanentes inquisidores de valores, moralidad y libertades.
Si se aplicase con rigor el llamado delito de odio aquí no quedaba títere con cabeza, empezando por los sectores más radicales de la “clase” política y los secuaces que les jalean.
Ya me dirán si no se destila odio, amén de sedición y alta traición en las inolvidables sesiones plenarias del Parlamento catalán que nos conducen a un nuevo intento de autodestrucción. Y ello, sin menoscabo de la penosa escenificación (una diputada podemita que se dedica a retirar de las bancadas de los “enemigos” la bandera de España). Me pregunto por qué se odia un idioma, una geografía, una historia indeleble… Es desolador llevar a extremos irreconciliables lo que se anida como recelo por desgracias vividas o ideologías que conducen a la indeseable reversibilidad de la contienda fratricida. En el fondo, lo que se deduce de estos comportamientos es muy simple: fracaso. Fracaso de aquellos que no han podido superar fantasmas del pasado; fracaso de los que esperaban y no se les concedió; fracaso de los inútiles que encontraron acomodo en una bancada sectaria… y el fracaso de los dirigentes ambiciosos corruptos que pretenden salvar sus tropelías con satrapías independientes para eludir la Ley.
Lamentablemente, la perseverancia en la destrucción es creciente y patrocinada por enloquecidos dirigentes, que saben excitar el resabio y el odio latente en los más descerebrados hasta posiciones combativas que recuerdan las hitlerianas camisas pardas con la llamada a los “neoescamots” para que tomen la calle, caso de no prosperar el delincuencial procés.
Pero el odio destructivo no es efectivo si no se trufa de la descarada hipocresía de los radicales que no dudan en llamarte no-se-qué-fobo a la mínima que les critiques, o si discrepas de una podemita, conocida por exhibirse envuelta en una estelada King size, que le desea a Arrimadas (C´s) una “violación en grupo”. Todo un alegato feminista que, a buen seguro, excitará al atento batallón comunista de rescate ante los agravios de género. En fin, al margen de frases apócrifas o epigramáticas, prefiero, por proporcionalidad, parafrasear al presidente de la I República, Estanislao Figueras: “Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros”.
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