Se equivocan los que, con sobrecarga de impostación política, pretenden reactivar esa superada y cansina polarización de la sociedad almeriense entre buenos y malos. Buenos los que sostienen la inamovible presencia del llamado Pingurucho en la Plaza Vieja y malos los que pretenden su traslado. Y contra el exceso de teatralidad, nada mejor que unas gotas de frío realismo. Admitamos la evidencia: al personal le importa una higa el Pingurucho, la epopeya y la prosopopeya del monolito. Ya sé que esto descorazona a muchos, pero qué le vamos a hacer. El episodio importa y cohesiona al reparto habitual de protagonistas y antagonistas que se enzarzan por todo en Almería, ciudad en cuyo callejero mental es posible que dos vayan zancadilleándose por tres calles. Pero ese colectivo es irrelevante de cara a la alteración de las preocupaciones de los almerienses. Y esta ingravidez social del Pingurucho (una opinión personal que no tiene que ser necesariamente compartida) se pudo ver ya desde sus lejanos orígenes, con una suscripción popular fallida que hubo de ser cubierta discretamente por el Ayuntamiento gobernado entonces por el PSOE, y que se sigue comprobando año tras año en una celebración cuya solemnidad contrasta con la indiferencia del gentío. Decir otra cosa es no querer mirar el problema a los ojos. Sería muy hermoso que toda Almería se hermanase en un acompañamiento sincero de la efeméride, pero no hay peor engaño que el que nos hacemos a nosotros mismos. Y sobre el traslado tres apuntes: 1) Trasladar no es demoler. 2) El interés por el Pingurucho será el mismo en la Plaza Vieja que en cualquier otro emplazamiento y 3) Tengo en mis manos un informe de la delegación de Cultura de la Junta de Andalucía, fechado en 2007, autorizando el traslado del Pingurucho. Otro día, si eso, hablamos de la apropiación ideológica del símbolo común.
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