Decía Italo Calvino que somos lo que recordamos. La vida personal nos ha enseñado que nuestra esencia está edificada sobre multitud de recuerdos, que nuestros cimientos del pasado sustentan en buena dosis la realidad que nos preside. El tiempo pretérito solo es ausencia cuando acaba nuestra existencia, por lo que dicha aseveración debería acompañarnos cada amanecer para sentirnos más vivos. No sé con exactitud por qué me dejé llevar, días atrás, tras los pasos del escolano, tal vez debía ayudarle a efectuar el cambio de algunas lámparas del celestial camerino embovedado. Unos metros antes de enfilar las restauradas escaleras de acceso a los desvanes de la basílica los hilos de la memoria se entrecruzaron como las viejas cuerdas de esparto y me despertaron paisajes de antaño. Sobre la vetusta pared de sacristía colgaba el ancho marco que encerraba la reproducción fiel de una de las más exquisitas Inmaculadas de Murillo. La imagen viajó vertiginosamente conmigo a aquella escuela parroquial ubicada en la frustrada casa de beneficencia, con posterioridad cuartel y morada clerical , que estaba edificada con todos los rasgos del nacional catolicismo, pero en la que asistimos expectantes a la creación de mundo, en donde descubrimos nuestros retratos y aprendimos a llamar las cosas por su nombre en ese increíble proceso que se produce reiteradamente durante los primeros años de cada niño. Entre la corona de rendidos querubines se me antojaba ver la imprecisa relación de nombres de los compañeros de pupitre, aquellos hijos del pueblo que dejaban su ayuda doméstica y su colaboración en las variadas tareas del campo o de la ganadería para acudir a las clases donde se nos enseñaba que España limita al norte con el mar Cantábrico y los Pirineos que la separan de Francia.
Superada la veintena de escalones rojos de terrazo, apenas me había repuesto del inevitable viaje a mis años de infancia, cuando entre enseres y ornamentos mis ojos parpadearon incrédulos. Allí estaba el añejo sillón de enea, sencillo pero ilustrado, que usara nuestro desaparecido maestro en sus interminables horas de clase. Tamizado de polvo, pero intacto, sobre aquellos brazos barnizados adiviné la enjuta figura del docente envuelta en un gris guardapolvos, quien tanto empeño empleó para hacernos comprender los más elementales conceptos de diferentes disciplinas.
Concluida mi estancia en tan ancestrales dependencias, anduve con los ríos revueltos de mi memoria y me pregunté por qué los años revividos causan cierta nostalgia. Tal vez que porque la infancia siempre se rememora así y porque estoy convencido de que a nuestra manera éramos felices. Allí estaban los amigos, las historias que escuché, los cuentos y libros que leímos, allí estaban nuestras vidas, las que hoy viajan en tiempos inciertos, a buen seguro porque Rilke acertó cuando aseveró que la patria de una persona es la infancia. La única y verdadera patria que tenemos.
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