PSOE: Reprobar la reprobación

La historia de España ofrece infinitos ejemplos de que la lealtad institucional permanece más bien como un estado de deseo que como realidad. Cataluña en esto último es

Emilio Ruiz
23:02 • 04 oct. 2017

El movimiento secesionista que inunda las instituciones autonómicas y las calles de Cataluña no se ha generado de forma espontánea. Ha sido un largo proceso que se remonta incluso al momento en el que los españoles nos dimos la tan elogiada Constitución de 1978 y que ahora vemos que  tiene algunos ‘francos débiles’ que nos han traído más de un quebradero de cabeza. Algunas de esas debilidades pueden corregirse en el próximo texto constitucional, que parece inevitable. Otras tienen ya difícil retorno. 
Me refiero, por ejemplo, al insolidario concierto económico vasco y a la descentralización de algunas competencias que nunca debían haber pasado total o parcialmente a las comunidades autónomas (cuerpos de seguridad, ciertos grados de educación, sanidad, justicia, infraestructuras estratégicas, pensiones  no contributivas, impuestos como IRPF, Patrimonio y Sucesiones…). Y menos mal que todavía ningún gobernante ha cometido la tropelía de desprenderse de la caja única de la seguridad social y de la gestión de las pensiones contributivas.
 Es cierto que ninguna de estas competencias cedidas a las autonomías sería ningún problema si todas las Administraciones actuaran con honestidad y, sobre todo, con  lealtad institucional. Desgraciadamente, la historia de España ofrece infinitos ejemplos de que la lealtad institucional permanece más bien como un estado de deseo que como realidad. La comunidad autónoma de Cataluña en esto último es la campeona.


Debilidades A una Constitución con debilidades se ha unido, a lo largo de estos 40 años, la imprudencia de unos Gobiernos estatales que no han tenido escrúpulos en hacer cesiones incomprensibles a cambio de un puñado de votos de conveniencia. 
Estos acuerdos con partidos nacionalistas no solo se han limitado al traspaso de competencias que nunca deberían de haber salido del Gobierno central, sino también a primarles económicamente, a la paulatina renuncia de la presencia del Estado en las comunidades autónomas y a mirar para otro lado cuando éstas desprecian competencias estatales o incumplen resoluciones judiciales.
A estos condimentos propicios para la inestabilidad política habría que añadir, por lo que respecta a Cataluña, el embarazoso proceso de elaboración del Estatuto de 2010. Penoso fue el papel jugado por aquel Zapatero que llegó a afirmar que el texto que saliera del Parlament recibiría las bendiciones del Congreso sin siquiera mover una coma. Y lamentable aquel Rajoy que estableció tenderetes en todas las calles de España en petición de unas firmas que muchos entendieron como un ataque a Cataluña. 
Para recurrir al Constitucional no era necesario montar un circo. La simple acusación de algunos de que la recogida de firmas era “contra Cataluña” era motivo suficiente para retirar la campaña. El PP la mantuvo porque estaba convencido de que los réditos negativos que le iban a venir de Cataluña eran una minucia comprados con los positivos que le iban a venir del resto de España.
Si en este recorrido histórico nos plantamos, por abreviar, en los últimos años se puede observar que la gestión del ‘tema catalán’ por parte del Gobierno de Rajoy ha sido un desastre. El 9-N de 2014 fue una humillación. El Gobierno aseguró que no habría referéndum. Lo hubo y no se hizo nada por evitarlo. Tras aquel fracaso, teníamos la esperanza de que la experiencia serviría al menos como aprendizaje para que nunca más se volviera a repetir. Lamentablemente, se ha vuelto a repetir de la forma que todo el mundo ha visto. El 1-O el Gobierno que ha fracasado en todos los frentes: en el estratégico, el policial, el informativo, el diplomático… en todos.


Preocupación La situación en la que estamos en este preciso momento es más que delicada. No hace falta describirla porque todos los españoles la conocemos. La magnitud de la preocupación supera al 23-F. Nadie se explica cómo ante un panorama como este, que nos tiene desolados a los españoles, al PSOE no se le ocurra mejor idea que presentar una reprobación contra la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría. Ningún miembro de la ejecutiva de Pedro Sánchez ha logrado explicar de dónde ha salido tan incomprensible decisión. Guillermo Fernández Vara es miembro del ‘staff’ socialista y se ha enterado por la prensa. El diputado José María Barreda ha cuestionado la decisión y ha asegurado que en el Grupo Socialista nadie sabía nada.
 Una retirada a tiempo -de la moción, se entiende- es una victoria. Si no se hace, muchos diputados socialistas, principalmente los andaluces -80 paisanos nuestros, guardias civiles, fueron arrojados a la calle ‘como perros’, en palabras del propio Fernández Vara- tendrán que plantearse si no merece la pena un acto de rebelión.
 “Algún papanatas dirá que estoy defendiendo a la vicepresidenta; no, estoy defendido a los diputados socialistas que tienen que poner el acento donde hay que ponerlo, en los golpistas”. No son palabras mías. Son de Alfonso Guerra. 







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