Los perros policías, esos que descubren la droga oculta en un coche de niño, o perciben rastros de pólvora en el interior de una maleta, tienen su jubilación anticipada, no porque no pudieran seguir haciendo su trabajo, sino porque de la perfección de su misión depende nuestra seguridad, y son sustituidos por otros ejemplares más jóvenes, y con las facultades olfativas en toda su potencia.
¿Y qué pasa con esos perros? Nos han permitido vivir más tranquilos, han transformado su vida animal por nosotros, y los desechamos cuando ya no nos sirven, como si fueran un hacha vieja o una cacerola desportillada.
En el año 2015, un grupo de policías, sensibles tras ver cómo sus perros eran apartados tras siete u ocho años de dedicarse a nuestra protección, fundó una sociedad sin ánimo de lucro, a la que denominó "Héroes de cuatro patas". Su objetivo es recoger a estos perros, ya fuera de servicio, y buscarles acomodos en adopción por parte de aquellas personas o familias, que les quisieran mostrar su agradecimiento.
Esta semana, una ciudadana catalana, que había adoptado a dos de esos perros, los presentó a un concurso canino, pero cuando los organizadores se enteraron de que los perros habían trabajado en favor de nuestra seguridad -de la suya y de la de todos- pero en compañía de un policía nacional o de un guardia civil, expulsaron a los dos perros, por su pasado escasamente secesionista.
Ni André Breton, ni Dalí, ni el más avezado de los surrealistas, podría haber supuesto que esto ocurriera, en la realidad. Ni siquiera en los años del más feroz nazismo alemán, los perros o los gatos que convivían con las familias judías fueron acusados de nada, lo que nos indica que no hay exceso que no se pueda superar, y que Cataluña está ya pasando del drama al esperpento. No cabe duda de que esto nos tranquiliza. Si el separatismo está en manos de un grupo que admite a unos majaretas que sospechan de los perros, estamos salvados. Pueden ser detenidos mientras interrogan a un gato por su desprecio a la butifarra.
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