Aprovechando que el gran Vargas Llosa vuelve a estar en las portadas por razones ajenas a su deslumbrante vida sentimental, me permito el lujo de adaptar el recordado párrafo inicial de su “Conversación en la catedral” y en lugar de preguntarme, como hace el protagonista de la novela, por “cuándo se había jodido el Perú”, me preguntaré cuándo se jodió el diálogo en el asunto catalán. Porque, y aquí es donde quiero llegar, nadie en su sano juicio puede estar en contra del diálogo como paso previo a la solución del desencuentro, como parece plantear ahora una corriente de opinión que es como una ficha puesta precipitadamente sobre el tablero de juego. ¿Puede alguien oponerse a que dos partes enfrentadas dialoguen? Pues no. Pedir diálogo es como pedir la paz del mundo, desear la salud del enfermo o hacer votos por el buen tiempo. Valores universales compartidos por la práctica totalidad de personas. Pero vuelvo a la pregunta. ¿Cuándo se jodió el diálogo entre Cataluña y el resto de España? Pues probablemente en el minuto inicial en el que se decidió amortiguar las quejas por esa presunta incomodidad de encaje con cesiones e inversiones. Y en definitiva, todas las veces que se ha cerrado el tema no con un apretón de manos, sino con una mano que se pone y otra que la llena. Así llevamos ya cuarenta años de apaciguamiento activo y preventivo que nos ha costado al resto de españoles una cantidad de dinero difícilmente evaluable. Y a pesar de eso, ya lo ven, siguen el descontento, la incomodidad y la amenaza, porque de tanto dialogar a bolsillo lleno hemos convertido al independentismo en la primera industria de Cataluña, la más rentable y la que más gente ocupa. Por eso, a los que ahora se visten de blanco y piden diálogo como quien invoca un mantra polivalente, me atrevo a preguntarles ¿de qué más hay que dialogar? ¿En qué se puede ceder más? ¿Cuánto más hay que pagar?
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