Ningún fenómeno político basado en la nación o en el peligrosísimo binomio religión-nación ha permitido progresar a quienes han creído que a la sombra de la bandera estaba el paraíso. No hay ningún planteamiento político basado en el nacionalismo que no sea supremacista y xenófobo.
El “España nos roba” del independentismo catalán es, en sí mismo, el pilar básico de una estructura de creencias que ha ido creciendo al tiempo que la sociedad catalana elegía a su Parlamento y se dotaba de un cuerpo jurídico, todo ello bajo la responsabilidad de un poder ejecutivo estrictamente catalán, que se ocupaba de la mayor parte de los aspectos de la vida cotidiana, incluyendo cuestiones tan importantes como la sanidad o la educación.
Sin embargo, para los independentistas, España es la peor amenaza para Cataluña, hasta el extremo de verse obligados a una declaración unilateral de independencia convenciendo a amplios sectores de la población de que el paraíso estaba a la sombra de la estelada. Pero, lo que hay ahora al pie de la bandera es un caos de difícil solución.
Explicando objetivamente cómo funciona el Estado de las Autonomías en España, sería muy difícil para un ciudadano europeo o de cualquier parte del mundo, entender la gravísima situación a la que se enfrenta España desde que se inició el “proces”. El independentismo catalán ha reclamado democracia planteando un referéndum que la ley no reconoce. Sólo en una situación de extrema gravedad podría considerarse legítima una medida que no estuviese contemplada en el ordenamiento jurídico, especialmente en un Estado de Derecho, en el que están reconocidas distintas sensibilidades políticas canalizadas a través de partidos.
¿Alguien le ha preguntado a los líderes catalanistas qué piensan hacer con los partidos no nacionalistas en el caso de que se instaurara la pretendida independencia catalana? ¿Prohibirlos? ¿Obligarlos a acatar una nueva constitución que establezca la identidad nacional como principio supremo respecto a los demás derechos reconocidos constitucionalmente? La respuesta a estas preguntas, que quizás solo obren en términos de política ficción, solamente serían argumentos condicionados por una sola y excluyente racionalidad política. Es decir, por una “democracia a la catalana”.
Las comparaciones son odiosas, pero tentadoras: también existe una democracia a la turca impregnada de nacionalismo totalitario, una democracia a la venezolana que es un fraude flagrante o una democracia a la israelita en la que todo se remite a la Biblia o a la Torah.
Desde la transición política, que abrió la etapa más floreciente y sólida de la historia de España en términos absolutos, la sociedad española ha padecido desde los distintos nacionalismos las amenazas más preocupantes. Es verdad que el paro y la corrupción también son graves obstáculos para seguir avanzando en el camino iniciado con la Constitución de 1978. Pero, los fenómenos que han situado en gravísimos riesgos a la democracia española han venido desde posiciones nacionalistas: el brutal terrorismo etarra, el intento de golpe de estado de Tejero desde las catacumbas del nacionalismo del 36 y, ahora, el intento de proclamación unilateral de independencia del catalanismo. Otra vez, el nacionalismo, como si los retos descomunales a los que se enfrenta la humanidad en este primer tercio del siglo XXI tuviesen solución en el "hecho diferencial" o en las supuestas raíces culturales o étnicas de un territorio.
Un territorio como el catalán, con su propio Gobierno, pero totalmente vinculado por lazos familiares, empresariales, comerciales etc. con el resto de España. Por cierto, unos lazos que le permitieron a Cataluña hacerse rica en la dictadura y aún más rica en la Democracia.
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