El progreso y la evolución han causado la disminución, cuando no la extinción, de oficios y profesiones, por lo que la muestra de oficios antiguos, celebrada recientemente en Terque, merece todo el reconocimiento. La iniciativa trae a mis mientes la vieja historia de un brillante estuquista. Dicen que no tuvo una infancia fácil. Echó los dientes al calor de la carpintería de su padre. A pesar de ser reposado y silencioso, era listo, muy listo. Con el uso de razón recién estrenado comprendió pronto que la economía no iba muy bien en su casa, donde madre vestía de ternura por doquier. Pronto hubo de abandonar la escuela de don Amador porque era necesario arrimar el hombro, buscar algún empleo apto para pequeños y llevar alguna ayuda a casa. La dura realidad de las primeras décadas del pasado siglo obligó a este inquieto niño a desempeñar las más variopintas ocupaciones: aprendiz de cordelero, limpiabotas, botones de hotel.. Un día tropezó con Emilio Quílez, un sobrino de los hermanos Estradé, maestros del estuco a fuego, quien se había desplazado a Almería para tratar una pequeña restauración del palacete de los vizcondes de Almansa, y cuya obra más relevante es la sede del Ministerio del Aíre, en Madrid.
El oficial del estuco captó al pronto las habilidades del joven, por lo que le propuso la instrucción en el oficio y la garantía de trabajo asegurado, si bien debía trasladarse a Madrid, donde los Estradé contaban con su propia escuela. Después de consultar con sus progenitores, Leandrito Góngora, el hijo del carpintero, optó por el aprendizaje del uso de las cales y morteros. Su entusiasmo por el oficio fue tal que su ascenso no se retrasó. En poco tiempo, el estuquista almeriense superó las distintas categorías. A poco de alcanzar los veinte años, el joven era ya oficial de reconocido prestigio y uno de los más valorados por la saga Estradé. Mozo de buen porte, guapo y simpático, Leandro era objeto de buscados encuentros por parte de las doncellas de las casas de la aristocracia y de la burguesía, a las que acudía para realizar su trabajo. Aficionado a las tradiciones y costumbres castizas del Madrid más genuino, Leandrito cambiaba todas las tardes su blusa de trabajo por una americana y cuello para entregarse como nadie al chotis, de tal forma que era lo que se llamaba entonces un punto de baile.
La suerte del trabajo llevó a Leandro Góngora al Palacio de los duques de Santo Mauro, en el corazón del Madrid aristrocrático, donde Casilda, la sobrina de la duquesa, se entregó perdidamente a los brazos del estuquista andaluz. Desautorizada la relación por la familia Fernández de Henestrosa, el artista de la cal fue retirado inmediatamente de la restauración sin haberla concluido. Tras un encuentro furtivo en los jardines palaciegos, Leandro murió al precipitarse al vacío desde el muro del palacete. Casilda se recluyó en un cenobio. Dicen los clientes del hotel Santo Mauro, que ocupa ahora el solar del desaparecido palacio, que el rostro del estuquista andaluz aparece todos los días en la pared de una de las habitaciones del establecimiento hotelero . Y argumentan el desenlace en que el corazón tiene siempre razones para no perder nunca lo que ama.
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