Carles Puigdemont está descubriendo su soledad política. No es el líder del PDECat, partido en el que milita pero cuya cabeza sigue siendo Artur Mas. Y mandar, lo que se dice mandar, tampoco manda ni en Òmnium ni en la ANC, las dos asociaciones que mueven la calle en las manifestaciones pro separatistas. No tiene el poder que tenía Jordi Pujol o el que perdió Mas al ser inhabilitado por desobedecer al Tribunal Constitucional el 9N, pero todavía es el presidente de la Generalitat y desde esa plataforma tiene en su mano la potestad de disolver el Parlament y convocar elecciones.
Sería la única decisión que podría ponerle a cubierto de responsabilidades penales muy duras. Años de cárcel por sedición o rebelión. O convoca elecciones y para el “procés” o sigue adelante y declara la independencia de Cataluña asumiendo la posición de los diputados más radicales del Parlament. Hasta hace diez días Puigdemont estaba decidido a seguir adelante con la agenda secesionista. Ahora la cosa ya no está tan clara.
Hay un antes y un después tras el inicio de la tramitación del Artículo 155 de la Constitución. En la política catalana -y, de paso, como reflejo agudo, también en el resto de España-. Llegó tarde, deliberadamente tarde, pero llegó. Y está en marcha.
Mariano Rajoy ha jugado con los plazos para estirar el calendario dando pie a Puigdemont para volver a la legalidad y enfriar la situación mediante la convocatoria de elecciones. Podría haber invocado el 155 en ocasión del desafío del 9N o hace apenas un mes, cuando el Parlament aprobó una ley del referéndum y una segunda llamada de transitoriedad o desconexión que fueron primero suspendidas y después anuladas por el Tribunal Constitucional. Podría haberlo hecho entonces, pero no lo hizo.
Acuda o no al Senado, Carles Puigdemont tiene en su mano la posibilidad de frenar la deriva secesionista. Para las grandes decisiones, la soledad no es la peor de las compañías.
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