La mañana que Almería descubrió la bandera verdiblanca como asidero de una ilusión nueva, llovía como suele hacerlo en nuestra tierra: mal y a destiempo. Han pasado ya cuarenta años, pero los que marchaban en aquella manifestación con sus patillas y sus patas anchas no sabían que aquella lluvia, más que la precipitación de un tiempo nuevo, era un pronóstico desfavorable para la relación de Almería con aquel sentimiento nuevo que comenzaba a recorrer el resto de Andalucía. Pisar charcos en un día gris no es la mejor manera de comenzar nada. Luego vino el inolvidable 28-F y el trueno de ese referéndum que todavía resuena con ecos de estafa en esta provincia. Y ahora veo mucho ejercicio de memoria, mucha nostalgia y mucha canción de juventud, pero muy poca –por decir algo- autocrítica. Y alguien tendrá que reconocer que, al menos en lo que se refiere a Almería, las cosas no se han hecho todo lo bien que se podrían haber hecho. En cuarenta años los almerienses deberíamos de tener asentada ya la percepción de que una autonomía es una herramienta descentralizadora y no un elemento multiplicador del centralismo, del mismo modo que debería haberse reducido la distancia emocional que separa Sevilla de Almería. Pero lo cierto es que se apostó por la fórmula fácil de crear una Andalucía periférica en torno a la gran capital de Sevilla. El sentimiento andaluz que salió por las calles de Almería hace ahora cuarenta años ha naufragado en un mar de agravios e incumplimientos que han puesto una enorme barrera entre los almerienses y el sentimiento blanquiverde. A ello ha contribuido también la vampirización que el Partido Socialista ha hecho de Andalucía como concepto regional y de lo andaluz como modo de estar en España. Y para muestra un botón: ¿Cuántos almerienses hacen gala de modo espontáneo de la bandera andaluza? Pues eso.
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