No hay que rehacer la Constitución

Fausto Romero Miura
23:22 • 09 dic. 2017

Pongamos por caso una vivienda: se reforma por  comodidad, por aburrimiento o por necesidad. Se rehace  por derribo.
La Constitución es la casa común en la que llevamos viviendo treinta y nueve años, confortablemente, la inmensa mayoría de los españoles. Costó mucho trabajo y renuncias -la consensuaron los perdedores y los ganadores de la terrible Guerra del 36- poner de acuerdo a los futuros moradores para que resultase, más o menos, a gusto de todos, que la ocuparon con ilusión.
Recientemente llegaron nuevos habitantes y todos se atropellaron –y en ello siguen- en decir que había que reformarla pero ninguno dijo –ni ha dicho- en qué: lo que proponen es derribarla –y borrar el pasado- y construirla de nueva planta.
Insisto en que la Constitución no tuvo un alumbramiento fácil. Mejor que yo lo contaría José Luis Martínez –entonces, célebre corresponsal parlamentario y, desde 1984 Editor de La Voz- que, en noviembre de 1977, provocó un terremoto político al filtrar los primeros 33 artículos del borrador constitucional -que los siete Ponentes redactaban con un pacto de omertá- en el que, por cierto, no se hablaba de nacionalidades.
El escándalo descubrió que era un borrador lleno de discrepancias. Todo el mundo montó el cólera, y la expresó: Javier Solana (PSOE) dijo que su Partido tenía ”una reserva para plantear la alternativa republicana.”  Y Fraga (C.D.), que había “vetado la inclusión de la palabra nacionalidades”
Los Ponentes acabaron por refugiarse en casa de Pérez Llorca, que debía de ser la más hospitalaria por las croquetas y los flamenquines de Carmen, su mujer. Por eso le llamo “la Constitución de las croquetas”
Finalmente fue aprobada en Referéndum, por el 88’54% de votantes. Curiosamente, en Barcelona, el 91%; en Gerona, el 90’4%; en Lérida, 91’9%; y en Tarragona, 91’7%.
¿Sería posible ahora, con el clima de crispación existente y el problema catalán en erupción, un consenso siquiera aproximado? Es absurdo, así, hablar no ya de rehacer, sino de reformar la Constitución.
¿Se conseguirían los 3/5 -210 diputados- necesarios para reformar el Título VIII -el de las autonomías- o los 2/3 -233 diputados- para modificaciones esenciales? ¡Ni locos! El deseo de rehacerla es pues, una quimera, de los nuevos –los nuevos sonámbulos, que define Nicolás Grimaldi, o chamanes, según Lapuente- afanados en dejar su huella.
Sólo hay una reforma que me parece esencialmente necesaria, y vengo reclamando desde hace muchos años: la de la igualdad efectiva de mujeres y hombres en la sucesión regia. Ninguna otra me parece necesaria, pese a que, claro, -a mí- me gustaría que se suprimiesen las autonomías y se volviese a un Estado centralizado o, al menos, recuperase las competencias en Educación Sanidad y Justicia. ¿Qué ventajas nos ha supuesto fragmentar España en diecisiete Estados mal avenidos y que fomentado las desigualdades?
Porque las Autonomías son como vampiros, a los que la solidaridad no les suena ni a chino. ¿Cómo, si no, se explica que Iceta haya solicitado que el Estado –no olvidemos el España nos roba- le perdone a Cataluña una parte muy sustancial de los 52.488 millones de euros que le adeuda, que pagaríamos el resto de los españoles? ¿Es, ése, un planeamiento de izquierdas? Y no se olvide: el cáncer de la economía española es la deuda de las Comunidades, que asciende a 300.000 millones.
El Estado de las Autonomías fue una creación artificial no demandada en su día. ¿O caeremos en el sarcasmo de achacárselo a Franco, que dejó escrito en su testamento “mantened la unidad de las tierras de España, exaltando la rica multiplicidad de sus regiones.”? Ya desde el principio se sintió la necesidad de poner coto al desmadre de apropiación  de competencias por parte de las pocas Autonomías existentes –sólo Cataluña y País Vasco- vaciando de contenido el artículo 149 de la Constitución –competencias exclusivas del Estado- al amparo del contradictorio 150.2. 
Así, en su discurso de investidura –el 18 de febrero de 1981- Calvo Sotelo dijo: “Es preciso que se perfilen las  competencias exclusivas o compartidas del Estado.- Sí a  las autonomías…, pero no… a al desmantelamiento del Estado.”
Estaba servida la armonización, que se pretendió articular, en 1982, con  la LOAPA, pactada por UCD y PSOE –por ello, concebida en pecado,  según Carrillo- que no llegó a entrar en vigor porque entonces existía el garantista recurso previo de inconstitucionalidad, y el Tribunal Constitucional declaró como tales varios de sus artículos. Aún faltaban por constituirse como Autonomías La Rioja, Murcia, Valencia, Aragón, Castilla-La Mancha, Canarias, Baleares, Extremadura, Madrid, Castilla y León, Melilla y Ceuta.
Varios miembros del Tribunal, años después reconocieron que la sentencia había sido un error monumental.
Hoy, pese a la inconcreción general, muchos quieren reformar el Título VIII e ir a un Estado federal. Incluso conceptualmente me parece un oxímoron: los Estados federales son, en esencia, Estados soberanos que deciden unirse y ceder su soberanía al nuevo Estado. Los autonómicos  –España-, Estados en que la soberanía es del Estado unitario –artículo 1.2 de la Constitución- que decide delegar algunas competencias, no soberanía. El Estado federal es una pirámide; el autonómico, un árbol y, sus ramas, las autonomías.
Pero es que, además, no hemos descubierto el Mediterráneo: las dos Repúblicas españolas redactaron sendos proyectos de Constitución federal, con los resultados conocidos.
La Primera, -que tuvo cuatro Presidentes en ocho meses- originó el cantonalismo, y todo lo que proyectó fue calificado por Galdós como muestra de “nuestra incorregible tontería, un juego pueril, que causaría risa si no nos moviese a grandísima pena”. Tan fue así que Estanislao Figueras, su primer Presidente, dijo: “Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros”. Aquel Proyecto de Constitución preveía dividir España en diecisiete Estados independientes, entre ellos, dos Andalucías –la Alta y la Baja-, Cuba y Puerto Rico.  
El desmadre fue una consecuencia inevitable de tanta idiocia: las Repúblicas independientes surgieron, como las setas, en ciudades y pueblos, entre otros, Jumilla, que declaró:  “La nación de Jumilla desea vivir en paz con todas las naciones extranjeras, sobre todo, con la nación murciana, su vecina; pero si la nación murciana se atreve a desconocer su autonomía y traspasa sus fronteras, Jumilla se defenderá como los héroes del Dos de Mayo, y triunfará en la demanda, resuelta completamente a llegar en sus justísimos desquites, hasta Murcia, y a no dejar en Murcia piedra sobre piedra.”
¡Arsa, pilili!
Y la Segunda República, en 1934, volvió a intentar el modelo federal y todo acabó en Guerra civil.
Es sabido que los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Como sabido es que, según Marx, “la historia se repite, primero como tragedia, después como farsa”. Ahora, en España, sería al revés. No olvidemos, pues, los desastres de nuestra historia tras estos cuarenta años de bienestar, progreso, democracia.
Convertiríamos, así, a España en el “cadáver, polvo, nada”, de Sor Juana Inés de la Cruz; el “soy un fue y un ser  y un es cansado” de Quevedo.
En tiempos de turbación, no hacer mudanza, dijo San Ignacio de Loyola. Y “¡no le toques ya más, / que así es la rosa”, Juan Ramón. Pero, claro, comprendo que no todo el mundo ha de pensar como yo.


 







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