Según el historiador Julián Casanova, el Archivo de la Guerra Civil Española, en Salamanca, era el sitio de paso obligado para cualquier investigador. La Generalitat reclamó parte de ese archivo que concernía a material incautado en Cataluña durante la guerra, en contra de la doctrina de unidad de archivo, imprescindible para cualquier investigación.
No obstante, la Generalitat aportaba argumentos como que, entre lo incautado, había documentos procedentes de familias catalanas. El Tribunal Constitucional falló a favor de la Generalitat, y una madrugada de enero, por orden de Rodríguez Zapatero, 500 cajas fueron cargadas en camiones y trasladadas a Barcelona.
Las obras de arte del monasterio de Sijena, errantes por mor de la desamortización de Mendizábal, fueron a parar al Museo de Lérida, y dos sentencias judiciales fallaron en el sentido de que las obras se devolvieran a su lugar de origen. Aquí no había ningún problema de unidad, sino la circunstancia lógica de que las obras no son propiedad privada, ni de los consejeros de la Generalitat, ni del alcalde de Villanueva de Sijena.
Las dos sentencias judiciales se desacataron con total impunidad, jamás hubo un gesto de cortesía ante el Gobierno de Aragón, y, no ya las dilaciones, sino el incumplimiento de las sentencia proyectaron esa irritante sensación de la prepotencia y altanería, la arrogancia y el alarde de quien se considera por encima de la Ley, porque para eso distinto. Esta petulante actitud, que contrasta con el acatamiento con que la Junta de Castilla y León aceptó la sentencia, es algo más que una anécdota, y se convierte en un síntoma de esta enfermedad nacionalista, de esta presunción de pertenecer a un estrato superior que, por desgracia, los judíos inferiores, con nuestra presencia, estropeamos. Sólo un síntoma, sí, pero muy grave.
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