¿Que se celebra, hoy, –en nuestro tiempo, quiero decir- en Nochebuena; por qué se le llama así; es la fiesta cristiana del nacimiento de Cristo o una más, impuesta por el Mercado? Porque, ahora, Navidad empieza en Octubre, más o menos, ý uno de sus símbolos españoles, el Gordo, comienza a venderse en verano para que puedan comprarlo los turistas.
No soy navidófilo. Desde que –con un renacimiento cuando fui padre- era niño en Berja, sin televisión, sin teléfono móvil, con una luz que se iba y venía, sin -¡por supuesto!- Papá Noel ni árbol de Navidad y con un hermosísimo Belén que tardábamos días y días en construir.
Ser niño de pueblo, entonces, era una felicidad, porque los pueblos tenían alma, todos éramos una gran familia y, aunque hacía frío, vivíamos en la calle y la Navidad de una manera especial, porque en pandilla, armados de zambombas, panderetas y botellas vacías de Anís del Mono, visitábamos las casas cantando villancicos y pidiendo el “aguilandillo”.
La Nochebuena la pasábamos en el Cortijo que mi abuelo Juan José tenía en Antas, donde nos entreteníamos en montar otro Belén, salir de caza con hurones, recargar los cartuchos, con aquel olor de la pólvora, más dulce que acre; tirar al plato, mi madre detrás del tronco de una higuera y la escopeta delante para que no la tirase el retroceso... Y el olor a leña del horno de Melchor, en que se cocía el pan que amasábamos en el Cortijo y que duraba luego muchos días.
Tenía la Navidad, entonces, carácter religioso. Cada día acercábamos un poco más los Reyes Magos a la cueva en que iba a nacer Jesusito. Y, el día en que nacía, lo acostábamos en una cunilla de mimbre forrada de algodón.
Veinte años después, con mis hijos pequeños, alternábamos las Navidades entre los abuelos napolitanos y los españoles. Y nunca, ¡jamás!, he vivido el alma de la Navidad como en Nápoles, la patria del Belén. ¡Qué hermosos días en el dédalo de los vícoli y en la calle de San Gregorio Armeno, donde están los mejores artistas de figuras de Belén del mundo! Y los zampognari, con las zambombas y las gaitas, subiendo a las casas vestidos de pastores...
Sin embargo, después, hace años ya, empecé a plantearme cómo San José, pobre y modesto carpintero, no se sorprendió con lo de la estrella guía (más precisa y rutilante que un GPS) y la visita de aquellos empingorotados Señores, con un séquito enorme cargado de sacos de oro, a un chiquitajo tierno que había nacido como ocupa en un pesebre ajeno, sin más calor que el de una vaca y un burro.
Pero temo que me estoy yendo del tema.
La Navidad, hoy, se ha convertido en una fiesta pagana –ya, ni se desea “Feliz Navidad” o “Felices Pascuas”, sino “Felices Fiestas” y han desaparecido los belenes- en la fiesta hipócrita de la compulsividad y de la consumidad: el nuevo belén son las tiendas... Todos, a hacer su agosto en diciembre.
Es, pues, también, a mi juicio, el periodo de la saturación: a la cena de esta noche se llega ya saturado de tanto bombardeo, de tanta teatralización, de tanta artificiosidad. Quizá por eso haya familias que aprovechan para discutir y, si se tercia, matarse esta noche, cuando se reúnen la tía Gerundina, la de Ponferrada, y el primo Jordi, el de Gerona, al calor de la casa de la abuela.
No es el mío este tiempo, decía Gil de Biedma. Ni el mío. El cambio de siglo me pilló con el paso cambiado, y no he sabido adaptarme a los nuevos tiempos. Y, en concreto por lo que a la Navidad respecta, a la sustitución de Cristo, mediterráneo, por el nórdico Papá Noel, a quien Coca Cola pintó anciano, gordo y barbudo.
Ni a que se haya perdido el aire de intimidad. ¿Un ejemplo? El día de la Nochebuena todo –todo es todo- cerraba a las seis de la tarde para que los empleados tuvieran tiempo de preparar la cena en familia. Hasta las cocinas de los hoteles echaban el cierre.
Hoy, en cambio, hay restaurantes y locales de ocio que organizan cenas. Y se han sustituido los turros de la sobremesa y la Misa del Gallo por una huida masiva a los Pubs y a fiestas organizadas.
Pero, yo, este año viviré, literalmente, la Navidad, la natividad, pues en junio nació Alejandro, mi nieto risotón y felizote que, precisamente hoy, cumple seis meses. No creo que su madre me deje acostarlo a las doce en la cuna, como si fuera el Belén y es que, curiosamente, ahora que es grande, su madre me deja hacerle muchas menos barbaridades que cuando era bebé. Sin duda, para proteger al abuelo, porque el barbarote me responde con dulcísimas bofetadas, puñetazos y risotadas.
¡Qué felicidad ser abuelo!
¡Feliz Navidad!
¿Dimitirá Rajoy? Debería. Los errores –tan evitables- hay que pagarlos. Él propició el desastre: el 155 debió aplicarse para impedir el 9-N de 2104; la burla del 1-0 y, aplicado, bajar la fiebre y recolocar el puzzle: “...elecciones precipitadas pueden agravar el problema, pues tardará aún tiempo en calmarse la tempestad, que va a arreciar”, escribí en octubre. Ha pulverizado su partido. Habrá un parlamento con “independentistas sin independencia, republicanos sin república, unionistas sin unión”, predijo Enric Juliana.
El Gordo, pasó de largo Juego a la lotería del Gordo sabiendo que no me va a tocar. Pero... ¿jugamos, alguien, con esperanza de verdad o nos dejamos llevar por una quimera que forma parte ya de nuestra vida, de la Navidad?
Con todo, como cada año, madrugué para seguir el inicio del sorteo y hacerme a la idea de que empiezo la Navidad y me tomo vacaciones, a la espera de que lleguen mis madrileños que, claro, son mi gordo: Alejandro sí está macizote pero Fausto, tirando a flaco: larguirucho.
Son, siempre, mi lotería feliz.
Al otro lado de Aqaba Es el título de un libro de conversaciones que su autor, Alberto Gutiérrez, ha mantenido con gente que a él le interesa, de todos los encastes, con vida vivida, con ilusiones y experiencias e ilusiones que contagiar, que nos dan respuestas a preguntas que, quizá, todavía no nos hayamos hecho.
En la época de las desalmadas redes sociales, el libro es como un diálogo coral, pausado y cara a cara, de todos con todos, por lo que los lectores somos unos más en la conversación.
Es muy buen conversador Alberto.
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