El brutal secuestro y asesinato de Diana Quer no sólo ha acabado con la vida de la inocente joven, sino que ha dado pábulo a una serie de insinuaciones sobre su vida personal y familiar realizadas por algunos medios de comunicación más pendientes del morbo que de la realidad.
Pero en periodismo no todo está permitido.
Una cosa es lo relevante, lo noticioso, lo rigurosamente cierto que añade aspectos nuevos e importantes al hecho mismo y a su investigación y otra muy distinta el cotilleo ocioso y malintencionado que atenta sin venir a cuento a la fama y a la intimidad ajenas. En un periódico que yo dirigía hace algunos años nos enteramos de que el hermano de un político muy conocido había sido ingresado para curar su adicción a las drogas. Esa noticia jamás fue publicada dada su absoluta inocuidad. ¿Se habría considerado siquiera tal posibilidad de tratarse del familiar de un tendero? No, claro. Y su único resultado, de haberse hecho en el caso de marras, sería arrojar una dosis de infamia sobre una persona que no tenía la culpa de nada. Se dirá que muchas veces quienes filtran esas confidencias maliciosas, y generalmente falsas, son investigadores, fiscales y hasta jueces. Allá ellos con su conciencia, pero el periodista debe apelar a la suya para saber qué publica y qué no.
Lamentablemente, los periodistas estamos acostumbrados a la impunidad amparándonos en el manido mantra de la libertad de expresión que no cubre, precisamente, la mentira, la calumnia ni la infamia.
Recuerdo a una colega que hace años se inventó una noticia y que, después de saberse el hecho, ahí sigue como si nada. Y es que los periodistas no somos mejores que nadie y sí somos peor que algunos.
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