Desde los atardeceres impúdicos del 6 y 7 de septiembre me he preguntado varias veces qué hubiera sucedido si, en vez de en el Parlament catalán, los hechos hubieran sucedido en el Parlamento andaluz, si en lugar de ser catalanes quienes los protagonizaron, hubiesen sido andaluces los protagonistas del bochorno, si en lugar de Puigdemont, la fugada -con deslealtad hacia los suyos y cobardía ante todos-, hubiese sido Susana Díaz.
Cuantas veces me he hecho estas preguntas no he podido (ni querido; hay insultos para los que no puede haber ni olvido ni perdón) evitar el recuerdo de aquella descripción que el entonces todavía No Honorable y después (visto lo visto y lo que queda por ver) Muy Despreciable Jordi Pujol escribió de los andaluces en los años grisáceos de la emigración masiva a la Cataluña beneficiada por el franquismo desde la Andalucía olvidada de todos y para todo.
Escribió entonces Pujol que “el hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico. Es un hombre destruido. (…) es generalmente un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y que vive en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido un poco amplio de comunidad. A menudo da pruebas de una excelente madera humana, pero de entrada constituye la muestra de menor valor social y espiritual de España. Ya lo he dicho antes de que es un hombre destruido y anárquico”.
Cada vez que he regresado estos meses a esta catarata de insultos, encuentro mas razones para utilizarlos como espejo en el que pueden mirarse él y quienes le siguen en su viaje equinoccial a ninguna parte; una aventura que, al contrario de la del loco de Lope de Aguirre, no persigue un idílico El Dorado, sino un refugio en el que esconder sus oscurísimos intereses personales y una trinchera desde la que defender el concepto supremacista del que hacen gala sin pudor y sin motivo.
Porque, seriamente, ¿quién está dando en los últimos meses una muestra más incuestionable de incoherencia que aquellos parlamentarios que proclamaron una república y la suspendieron a los ocho segundos? ¿Hay mayor prueba de anarquía que propiciar un gobierno autonómico en bancarrota institucional? ¿Cómo debe estar construido un hombre para destruir todo lo mucho y bueno que tiene y abandonarse a construir, desde la ausencia de respeto a la Ley y a la Norma, lo que ni tiene ni sabe cómo tenerlo? ¿Quién vive más en un estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual que aquellos que se han dejado escribir una historia a medida en la que, como escribió Machado, también la verdad se inventa? ¿Dónde puede haber menos sentido de comunidad que en aquellos partidos y líderes políticos que llevan a los ciudadanos a un clima de enfrentamiento en el que se han roto las relaciones personales, incluso en el seno familiar?
Desde que tuve uso de razón democrática siempre vi en los políticos catalanes una referencia de capacidad intelectual, de modernidad ideológica, de ‘finezza’ táctica y de inteligencia estratégica. Me equivocaba.
Y la equivoc ación comencé a encontrarla el jueves 1 de diciembre de 2005. Aquel mediodía, el entonces President, Pascual Maragall, tuvo la cortesía de invitar a comer a un grupo de ocho directores de periódicos en el Palau de la Generalitat. Yo estaba entre ellos. Fueron varias horas de conversación abierta, distendida (salvo cuando a la mesa llegó el trasvase del Ebro y el President y el director del ‘Heraldo de Aragón’ dieron sus razones y, yo, las mías), y casi sincera (ya saben: políticos, directores de periódicos y sinceridad total, difícil de alcanzar).
Recuerdo que, al salir y tras despedirnos, le comenté al director del ‘Córdoba’ (único periódico andaluz, junto a La Voz, invitado a la comida) mi intuición de que la ausencia de privilegios autonómicos que había hecho saltar por los aires el 28 F no había tenido una buena digestión en algunos catalanes, que el modelo autonómico que igualaba las competencias también estaba igualando el nivel de infraestructuras y prestaciones sociales entre las comunidades, y que ese acercamiento en el nivel de convergencia entre unas autonomías y otras no se percibía como fruto del progreso de todos, sino como la ruptura del dique que distinguía el progreso de unos del menor desarrollo de otros. No estaba muy equivocado.
Porque lo que pretende el independentismo no es otra cosa que la consagración legal del supremacismo y la insolidaridad creyendo que así recuperarán -y aumentarán- la desigualdad perdida. La independencia no es un fin, sino un instrumento para encontrar un insolidario paraíso soñado.
Desde aquella tarde de 2005 a estos delirantes meses con consecuencias políticas y penales, el Govern y quienes les apoyan han recorrido un camino tan esperpéntico, tan improvisado, tan autodestructor que ni ellos saben ya hacia dónde ir y cómo llegar. Y, ya se sabe: cuando no sabes dónde ir, acabas llegando a cualquier parte.
Uno de esos puntos de llegada es a lo que, como dijo con tino Tarradellas, nunca puede llegar un político: a hacer el ridículo. Puigdemont lo está haciendo y con nota alta. Tan alta que nunca, ningún político andaluz con responsabilidad institucional podría alcanzarla. El sentimiento andaluz, que es una forma de Ser y Estar, es incompatible con el esperpento.
Llevaba razón Pujol cuando pretendiendo dibujar a los andaluces tan erróneamente acabó dibujando al catalanismo independentista: los andaluces somos otra cosa. Susana y quienes le precedieron y quienes le seguirán en la presidencia de la Junta, sean del partido que sean, nunca serán Puigdemont. Afortunadamente.
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