Volver a escribir sobre el pantano político, cada vez más cenagoso, de Cataluña.
La edad me está haciendo perder uno de los rasgos más definitorios de mi personalidad que, además, era de mis principales aficiones: la curiosidad. Como el tiempo se acorta, no puedo perderlo en tratar de entender cómo el tradicional seny catalán –al fin, un estereotipo- haya consentido que un sujeto atrabiliario y ciclotímico, un segundón que vive en un tiempo y realidad imaginarios, vaya por el mundo oficiando como el loco Segismundo de Calderón: “sueña el Rey que es rey, y vive / con este engaño mandando, / disponiendo, gobernando”.
Ya, sólo me interesa lo que me produce placer desentrañar, y lo catalán me resulta tóxico: un misterio, y a los misterios no se puede llegar desde la razón... salvo que esté iluminada por la fe, como hace años me matizó D. Adolfo González, el inteligente señor Obispo. No acabé, sin embargo, de entender el razonamiento de San Anselmo: “la fe busca el entendimiento del mismo modo que el entendimiento busca la fe”. ¿Sería capaz, el santo, de explicar lo que sucede en Cataluña? Lo malo es que lleva mil años muerto.
¿Está siendo –lo catalán, digo- una farsa? “Porfiosos de sus malas maestrías”, que decía el Arcipreste de Hita, rebeldes o, al menos, sediciosos campan a sus anchas e intervienen en los medios públicos de propaganda y adoctrinamiento inexplicablemente no intervenidos-; prófugos de la justicia se ponen ciegos de cervezas y mejillones m mientras descalifican a al Estado de Derecho, con “presos políticos”; el ministro del Interior –sobreactuado, superado, achicharrado- ordena registrar los maleteros de los coches y blinda –poco- las fronteras y el Parlamento con los tradicionalmente pasivos –no reconvertidos ni depurados- Mossos, para tratar de impedir la entrada del prófugo del que, al parecer, el CNI ignora sus movimientos...
Desde luego, es un ridículo tan inexplicable –que un hombre solo tenga en jaque a todo un Estado moderno- como evitable. Aquellos polvos, aquella tibieza, han traído estos lodos: lo dice el Apocalipsis, y un apocalipsis político es lo que se vive en Cataluña: “te maldigo porque no eres ni frío ni caliente”. Insisto en que la terapia de choque, el artículo 155 de la Constitución, debió aplicarse en 2013 –cuando Artur Mas (Arturo hasta 2000), anunció el Referéndum del 9 N de 2014- y, desde luego, como muy tarde antes de la consulta. Tiene razón Delibes: “en la vida, las cosas y las personas tienen su momento”. Y el momento –de la cosa: el jaleo catalán, y de la persona: Rajoy- fue aquel: la aplicación tempestiva del artículo 155 hubiese impedido todo lo gravísimo y muy perjudicial para Cataluña y para España -¿indemnizará alguien los daños?- que ha sucedido después. Sobre todo en política más vale prevenir que curar. Y pudo –y debió- preverse y prevenirse lo que era inevitable que degenerase. ¿La prueba de que –creo- tengo razón? La aplicación de dicho artículo, aunque muy tardía, ha sido mano de santo: el independentismo ha implosionado; el prófugo parece que se bate en retirada, “caducado y traicionado”; y sus compinches están en la cárcel o alejados de la política activa, con más miedo a la ley española que a un nublado.
Al no haberse aplicado el 155 en su momento, para impedir el 9 N, hemos perdido todos. Si hubiese que convocar nuevas elecciones, confío en que el Gobierno haya aprendido la lección y se tome el tiempo necesario. Decía Lyndon B. Johnson: “no está en nuestra mano recuperar el ayer, pero sí ganar o perder el mañana”
Desde entonces la bola de nieve ha ido creciendo y llegado a la intolerable escenificación parlamentaria de septiembre y a la burla al Gobierno -voluntarista, pasivo y contradictorio en sus actos, con una vicepresidenta engreída- que ha delegado las soluciones en los Tribunales, al demostrarse incapaz de adoptar soluciones políticas.
En 2013, cuando Mas anunció el Referéndum de 2014, Rajoy dijo: “garantizo que ese referéndum no se va a celebrar. Es inconstitucional”, a lo que se sumó Rubalcaba, entonces -¡parece que hace un siglo!- Secretario General del PSOE, aunque el PSC, que presidía Pere Navarro, se mostró partidario del “derecho a decidir”. Y Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo, añadió “si una parte de un Estado de la UE se separa, desde el día de su independencia ese territorio dejaría de ser parte de la UE”
Justo lo mismo que Rajoy, y Tajani, Juncker y Tusk han repetido sobre el referéndum del 1 de octubre, insistiendo el Presidente, y su achicharrado Ministro Zoido –almeriense ganancial- en que no habría urnas ni papeletas. Por cierto, a mi juicio, en su previsible salida del Gobierno, Luis de Guindos no debería ir solo.
Los dos referéndums se celebraron y, en ambos, hubo papeletas y urnas.
Pero retrocedamos un poco, hasta el 11 de diciembre de 2013, cuando Mas anunció, para celebrarse el 9 de noviembre de 2014, un Referéndum sobre la autodeterminación de Cataluña –ese que Rajoy dijo que no se celebraría, y que fue suspendido por el Tribunal Constitucional el 29 de septiembre- para responder a estas dos preguntas referendarias: “¿Quiere que Cataluña sea un Estado? En caso afirmativo, ¿quiere que sea independiente?
Participó el 37’02% del censo, y votó sí el 80,76%. ¡Es curioso cómo la historia se repite! Cuando alguien tiene una enfermedad infecciosa –y la rebelión ilegal lo es para la política- hay que atajarla cuanto antes para evitar su extensión; curarla, incluso con tratamientos de choque; y, antes de darle el alta, rehabilitar al enfermo, en un proceso largo, antes de que pueda hacer su vida normal.
La enfermedad se declaró en diciembre de 2013. Estamos en febrero de 2018. Y no tiene visos de haberse curado ni de hacerlo en un plazo previsible: “las noticias sobre mi muerte son muy exageradas”, escribió Mark Twain.
Se dice, ahora, después de los mensajes del prófugo a otro prófugo, y de la casa en ¡Waterloo!, que estamos al final de la escapada. Ésa fue la traducción española, que hizo fortuna, de “A bout de souffle”, una magnífica película en blanco y negro protagonizada por Jean Paul Belmondo y Jean Seberg, con la que Jean Luc Godard –y toda su troupe: Truffaut, Chabrol, Rohmer... - inauguró, en 1960, la Nouvelle Vague. Pero la película, claro, es sólo ficción.
Nadie puede prever qué va a seguir representándose en el escenario catalán.
Lo cierto es que, hasta que haya gobierno, el español tiene cogida por el mango la sartén del artículo 155, que le brinda todo un vademécum farmacéutico para afrontar el disparate y recuperar a normalidad.
Aunque claro, me parece que es pedirle peras al olmo: ¿cómo pudo convocar elecciones inmediatas en vez de celebrarlas cuando se hubiese hecho la pedagogía y la política necesarias para desarrollarlas en un escenario serenado?
Pero el teatro catalán ha servido, al menos, para que la España de la realidad reaccionase, tomase consciencia de sí misma y reafirmase su ser.
¿Durará?
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