El peligro de ir con un lirio en la mano ante un delincuente

Pedro Manuel de La Cruz
23:08 • 10 feb. 2018

Pocos meses después de mi llegada a Almería como corresponsal de El País, el director de la antigua prisión me invitó a asistir a un día de puertas abiertas (qué sarcasmo hablando de una cárcel) con motivo del Día de la Merced, patrona de los presos. 
Aquel mediodía de septiembre traspasé por primera vez los muros de la vieja casona, vecina del seminario en aquella carretera de Níjar situada entonces casi extramuros de la ciudad. El aspecto era desolador. Celdas atrincheradas por hierros castigados por el oxido y el tiempo, pasillos angostos sumidos en una penumbra a perpetuidad y un patio donde decenas de presos iban y venían sin rumbo a ninguna parte. En aquel corralón fui al encuentro de algunos de sus pacientes caminantes y en todos encontré una sensibilidad tan delicada que hacía imposible aceptar como merecidas las penas a que habían sido condenados por la severidad, sin duda equivocada, de un juez. Para un aprendiz de periodista con apenas veintidós años de vida y uno de profesión, aquellos condenados tan doloridos me parecían seres indefensos, tipos víctimas de una sociedad que los había maltratado y a los que la vida les había llevado a dar un mal paso del que, sin duda, ya estaban tan arrepentidos que, en algunos, pude intuir las lágrimas luchando por asomarse al balcón perdido de sus miradas perdidas.
Nunca sabré quien fue el funcionario que, después de observar desde la lejanía y la experiencia con qué conmovedora candidez asistía yo a aquella liturgia en la que los criminales se situaban en el mismo altar que sus víctimas, me hizo un gesto sutil de llamada abriendo sus ojos y moviendo hacia sí la mano. 
-“Ese tipo con el que acabas de hablar - me dijo- está condenado a veinte años por haber matado a su mujer despeñándola en su silla de ruedas por un acantilado al que la había acercado para que viera atardecer; en su defensa alegó que se rompió el freno de la silla de ruedas, pero la policía y las pruebas periciales demostraron que la empujó para cobrar la póliza del seguro; el que ahora enciende un cigarro en la soledad de aquella esquina del patio cumple una pena de diez años por traficar y vender droga en la puerta de varios colegios; y el primero con el que has hablado estará quince años encarcelado por haber violado a dos adolescentes, a una de ellas cuando volvía del colegio y a otra al regreso a casa de un cumpleaños”. De aquel caserón al que había entrado con la convicción de que, como proclamaba Concepción Arenal, había que odiar el delito y compadecer al delincuente, salí con la firme convicción de que, muchas veces, las cosas no son lo que parecen y de que, lo que parecen, a veces, no son lo que son.
He regresado a la experiencia iniciática de aquel 24 de septiembre porque, en las últimas semanas, estamos asistiendo a una nueva polémica, otra más, a cerca de la persistencia, o no, en el Código Penal de la prisión permanente revisable y su ampliación, como propone el PP con carácter urgente, a los casos en que el asesino no desvele dónde está el cadáver de su víctima, a los secuestros que terminen en asesinato y a la utilización de elementos químicos para causar daño en los delitos susceptibles de aplicación de la citada pena.
Dicen quienes saben que nunca hay que legislar en caliente y el gobierno, en el caso que nos ocupa, pretende hacerlo, no solo al calor de la emotividad de los últimos sucesos como el asesinato de Diana Quer y los dos millones de firmas que piden esa revisión, sino, también, para calentarse políticamente de la frialdad electoral que la pronostican todas las encuestas. Los paseos de Feijoo con Juan Carlos Quer, y de Rajoy con Juan José Cortés y Antonio del Castillo, han sido una teatralización electoralista inasumible. Como es inasumible el zigzageo de Ciudadanos en esta cuestión.
A quienes sufren el desgarro interminable de una tragedia sin final- hay dolores que deben doler tanto que nunca dejarán de doler- hay que acompañarles y confortarles, pero no hay que procurar acompañarse de ellos para ganar un puñado de votos.
Pero escrito esto, no es menos cierto que el “compadecimiento buenista” con el delincuente y la vocación reinsertadora de la prisión solo alcanzan a ser, en demasiados casos, la aspiración utópica de una moral profética. 
Quienes destruyeron una familia incendiando intencionadamente la droguería sobre la que vivían para cobrar un cuantioso seguro(como ocurrió en la calle Gerona de la capital); aquellos que torturaron, acribillaron a balazos y después quemaron los cadáveres de tres jóvenes (como sucedió en el Caso Almería); aquella mujer que, ante la presunción celosa de que su hija no era tan guapa como su sobrina, la cosió a cuchilladas dejando esculpida en su pequeño cuerpo una geografía inabarcable de odio (como ocurrió en un barrio de periférico) o aquel enloquecido enamorado que raptó, mató a la hija de 16 meses de su pareja y arrojó el cadáver a una balsa en Abrucena, no son personas de las que cabe esperar ni el arrepentimiento honesto ni la reinserción sincera.
Aplíquese a ellas y a todos los que cometan delitos las condenas contempladas en nuestra arquitectura penal sin venganza. Pero, también, sin ingenuidad. 
Aquella mañana adelantada de otoño yo entré en la vieja cárcel de Almería con un lirio en la mano. Muchos años después la historia, la vida, me acabó demostrando que, frente a un delincuente sanguinario lo que no puede hacer una sociedad es subirse a un guindo cuando, quienes están abajo solo lo van a mover para que se caiga.  


 







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