Cuando era un crío, lo de las actividades extraescolares era en Almería una extravagancia que pocas familias, salvo las más adineradas, ponían en marcha para sus hijos. Pero hubo un curso, muy a principios de los setenta, en el que mi colegio ofertó clases de tres actividades fuera del horario escolar: judo, guitarra e inglés. Mis padres me dejaron elegir y yo, que siempre tuve inclinación por lo folclórico, elegí guitarra. Sin embargo, un incidente doméstico me hizo cambiar de opinión. Nuestros vecinos del quinto sí que habían puesto a sus hijos en la senda de las clases particulares, en este caso de inglés. Y sucedió que un día, poco antes de comunicar al colegio mi decisión, escuché a la madre de esos niños contándole a la mía que estaba haciéndole un bocadillo de salchichón a un jipi (el homo antecessor del perroflauta) que estaba pidiendo y tocando la guitarra sin mucho éxito monetario en un portal cercano. Su hijo pequeño, que iba a clases de inglés, había podido hablar con el guitarrista callejero y saber que llevaba un par de días sin comer. La madre de mi vecino, resolutiva, generosa, y supongo que también orgullosa de ver los progresos idiomáticos de su hijo, envió a éste de vuelta al portal musical con una barra de pan rellena de embutido. Naturalmente, escogí inglés antes que guitarra. Ha pasado casi medio siglo desde esa conversación atisbada en el patinillo de casa y ahora domino razonablemente bien el español y el inglés. Desde aquel bocadillo, he sido consciente de la inmensa capacidad del lenguaje y los diferentes idiomas para transmitir, comunicar y unir a las personas. No me entra en la cabeza que el idioma sea usado, y menos de manera consciente, para crear barreras que separen a la gente. Cuento esto para solidarizarme con los organizadores de las manifestaciones que en las Baleares reclaman a su gobierno podemizado que el catalán no sea un factor determinante para ejercer la medicina pública en las islas. Estamos perdiendo la cabeza.
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