Mi conciencia profesional comenzaba a removerse, la notaba inquieta, ese sobresalto hormonal de todas las conciencias, e intuía que se debía a que llevaba más de una semana sin escribir sobre esa maravillosa tierra catalana que, para compensar, tan poblada está de secesionistas y sus palmeros, que tanto les votan. Pero he aquí que ha llegado el Centro de Investigaciones Sociológicas -¡qué sería de los articulistas sin el CIS!- y ha venido a neutralizar mis espasmos, porque según la última encuesta a los españoles el asunto del secesionismo cada día les importa menos. Puede que llegue un momento en que alguien nombre a un tal Puigdemont, y el despistado de la tertulia pregunte si es un jugador del Barça o del Español.
Hay que reconocer que la habilidad para mantenerse en el candelabro, que decía la famosa intelectual, ha sido meritoria, y lo sigue siendo, pero cuando la sesión es demasiado larga, otro conejo más de la chistera ahonda el aburrimiento, y sacar un tranvía nadie lo ha hecho hasta ahora. El cineasta Hitchcock, en una de esas frases donde el sentido común sepulta cualquier pedantería vestida de largo, dijo que la duración de una película debía de adaptarse al tiempo que una persona puede soportar sin tener que ir a los lavabos. Wagner lo ignoró, y por eso sus óperas tuvieron que dividirse en tres y cuatro partes.
Es justo reconocer que el espectáculo estuvo divertido, con plasma y todo, y un día me voy a Bruselas, al otro me pongo un lazo, y el tercero las dos cosas a la vez, pero llega un instante en que, por muy bien que lo estén haciendo, te entran las ganas de ir a mear y, al volver, ya no es lo mismo, porque mientras te lavabas las manos te ha dado tiempo en reflexionar en tus cosas, y en la enorme cantidad de asuntos que tienes sin resolver, y que el mundo va mucho más allá de los confines del ombligo secesionista, aunque el ombligo sea muy gordo. Hasta aquí todo ha sido gordo, pero enflaquece el interés. Son los síntomas naturales del cansancio.
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