Es una coproducción hispano-argentina, de Juan José Campanella, premiada con el Oscar de 2009 a la mejor película extranjera, en la que me fascinó Soledad Villamil, su protagonista.
Y, en marzo de 2012, me hechizó del todo en un concierto, casi de bolsillo, íntimo, con sólo cinco músicos, que dio en el Apolo. El Teatro, casi de bolsillo, estaba medio vacío y yo en la quinta fila, junto al pasillo. Todo fue muy íntimo, como en una boîte de mi época joven: bajó del escenario, habló con el público –me perdí, pues, en el misterio de sus ojos-, explicó cada una de sus canciones –tangos, milongas...- en argentino y en lunfardo... Fue prodigiosa su capacidad de transmitir sus emociones y sentimientos. Proyectó su felicidad, complicidad, emoción, sensualidad, elegancia, gracia... El arte es, para mí, contagio.
Pero temo que me estoy yendo del tema, porque de lo que quería escribir era del milagro de sus ojos, que curiosamente son los míos, pero dejaron de serlo durante un rato: me ha operado de cataratas el Dr. Joaquín Fernández y, durante ese rato, mis ojos no fueron míos sino suyos.
Es fundador y Director Médico de “Qvisión” y dirige un equipo humano que es una familia a la que le he pedido que me adopte. Yo, desde luego, la he hecho la mía intencional. Y, claro, en ese ambiente no tuve el menor miedo, ni siquiera inquietud, sino que se exacerbó mi curiosidad. Curiosidad que le ha creado algún quebradero de cabeza -y una cierta estupefaustación- a los cirujanos que han rajado mi cuerpo o han navegado por sus arterias.
Al Dr. Diego Morata, queridísimo e íntimo amigo, que hace mil años me operó de una hernia -¡qué honor: el mismo médico que a Curro Romero!- le pedí el favor de que me dejase ver la operación. Orientó uno de los focos del quirófano para que me sirviera de espejo. Yo le preguntaba sin parar y, casi al final, le dije: ¿“puedes enseñarme un vaso grande?”, y él sacó la femoral, que latía brava. Me explicó que es una vía rápida de acceso cuando la cogida del torero es grandísima. El pobre Francisco Requena, el anestesista, también amigo, me dijo: “Fausto, te voy a dormir, estás muy nervioso”. Le respondí: “¿Nervioso yo, Paco, si lo estoy pasando en grande?” Y él dijo: “Bueno, al que estás poniendo nervioso es a mí”. Pero fue generoso y no me durmió.
Y al Dr. Joaquín Fernández, el oftalmólogo, le dije: “Creo que debo estar callado y no mover la cabeza, vayamos a joerla, ¿verdad?” Me respondió que sí, que era mejor. Y fui obediente. Pero vi muchas cosas.
Él me decía mira “ese” punto de luz, pero yo no veía “un” punto, sino una especie de halo amarillento que se desvanecía. Me pedía luego que me fijase en un punto rojo. Y sí, lo veía, pero después de fijar la vista y de traspasar, digamos, un halo de nubes. Me acordé de la película “Sol Rojo”, de la almeriense Ursula Andress. Y puedo decir, sin mentir en absoluto, que he visto los agujeros negros: de pronto, esa luminosidad -amarillenta, blancuzca, rojiza- se apagó. Y Joaquín me dijo: “ahora, te has quedado sin visión”. Pero volvió inmediatamente, y lo que vi parecía una película de animación. Lo primero, unas figuras grisáceas, parecidas a esas siluetas de caballos sin cabeza que se pegan en las puertas de los frigoríficos, que también me recuerdan a las estatuillas neolíticas de barro. Los caballos cabalgaban, digamos, desde Cádiz hacia Gerona. ¿En busca de Puigdemont, tal vez? Y, además de caballicos, una especie de laberintos verdes, que se empujaban unos a otros, también de Cádiz hacia Gerona, tal vez camino de Creta, a la busca de Dédalo. Claro que, por el color, verde, también me recordaron los jardines laberínticos. ¡Quién sabe!
Y las últimas figuras que recuerdo fueron como tres chapas unidas, de mayor a menor, semejantes a esos colgantes que se ponen en los collares incaicos. Tiraban a color estaño brillante. Éstas se desplazaban desde Almería hacia los Pirineos.
Y, claro, manchas de todo tipo que me recordaron, mucho, a los expresionistas abstractos americanos: Mark Rothko, Clyfford Still, Jackson Pollock... Nunca he tomado LSD ni ninguna droga alucinógena, pero tuve visiones psicodélicas.
Fue una experiencia muy entretenida, apasionante. Tanto que al final le pregunté si grababa sus operaciones. Y, cordialísimo y sonriendo, me dijo que me regalaría el vídeo. ¡Qué segundo regalazo!
No es que yo le aconseje a Vd., que se opere de cataratas pero, si lo hace, dispóngase a una ver una película muy entretenida.
Y prepárese para la sorpresa bestial cuando al día siguiente se quite las gafas negras: el mundo habrá cambiado de color: todo es clarísimo, brillante, vital, feliz.
Cuando vuelva a ver, con mis ojos, a Soledad Villamil, descubriré, entonces sí, el secreto de sus ojos.
Patricia y Ángel Los padres de nuestro –de todos- querido Gabriel están dando una lección admirable de valores morales a un mundo en el que -¡ay, las redes!- crecen el odio y las bajas pasiones, y se deteriora la convivencia.
Han unido el alma de Almería. Son los mejores ejemplos del mérito civil: apóstoles de la concordia, de la bondad, en toda España. Patricia -¡qué grandioso ser humano!- es la representación más descarnada del Bien sobre el Mal.
Los admiro y los quiero. Y, sobre todo –y siempre- a su luminoso Pescaíllo.
5 años de papado ¡Qué deprisa corre el tiempo! Me parece que fue ayer cuando vi asomarse al balcón del Vaticano al Papa llegado desde el fin de mundo para reconvertir la aristocrática Iglesia Católica del distante Benedicto XVI en la cercana Iglesia de los pobres “llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias”, en la que “los sacerdotes han de ser pastores con olor a oveja”.
Parece que se le resiste el desmontaje de la Curia, pero es un hombre –de la calle- cuyo ejemplo nos hace mejores. No sólo a los católicos.
Stephen Hawking He admirado a Stephen Hawking, más que por su saber, su labor divulgadora sobre el Big Bang y el tiempo y su recelo de la inteligencia artificial, por su ejemplo de lucha: imposibilitado de mover ni un dedo y limitado a una silla de ruedas y a tener que hablar a través de un sintetizador activado por los músculos de su cara, por un ELA diagnosticado cuando tenía 21 años, pese a lo cual, ya irreversiblemente enfermo, se casó dos veces y tuvo tres hijos. No podemos ser más inteligentes, pero sí luchadores.
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