¿A qué nos referimos, hoy, cuando decimos “Semana Santa”, cuál es su concepto real? ¿Mi sensación? Que hay más alegría festiva que piedad y aflicción por la Pasión de Cristo.
Desde luego, nada tiene que ver esta Semana Santa con la de mi niñez y, aun, de mi adolescencia cuando, por la tristeza del Cristo muerto, se decretaba luto oficial y la vida y la ciudad se paralizaban, se enlutecían: ni circulaban los coches ni podía botarse la pelota ni chillar ni gritar ni reír ni proyectarse otra película que no fuese “La Túnica Sagrada” –en CinemaScope, en el Cervantes- ni poner pasodobles en la radio. Y, en compañía de mis padres –él, solemne, con traje oscuro, y mi madre, magnífica con su mantilla- recorría los Monumentos o Estaciones.
Ni las procesiones de ahora con las tristísimas de entonces, como la primera que recuerdo en mi vida: la del Santo Entierro de Berja, cuando tenía yo cinco añillos: ver, desde el balcón de casa, pasar debajo de mí el sepulcro de cristal, iluminado, con el Cristo muerto –el primer muerto que veía en mi vida- y los penitentes de negro riguroso con un cirio y en silencio: tristeza purísima. Sentí miedo.
Ni con las modestísimas de la Soledad y de la Merced de los años 60, cuando yo procesionaba en ellas, con las imágenes sobre tronos con ruedas, sin costaleros, de los que, por cierto, la Semana Santa que hoy empieza puede que sufra una crisis y algunas imágenes no puedan procesionar.
¿Era aquélla más auténtica? No, era, simplemente, distinta, como correspondía a un país nacionalcatólico. Y, más adelante, con la llegada de la democracia llegó también a Almería el sevillanismo en las procesiones, con los sufridos costaleros y los gritos de guapa y bailes a las Vírgenes dolientes. Jamás entendí que las bailasen: su Hijo procesionaba hacia su muerte o había muerto ya. Esa moda nunca me gustó, por lo que casi siempre me iba de vacaciones.
No soy beato ni semanasantero pero sí seguidor de Cristo –al que la sociedad actual volvería a crucificar, sin duda, y cuyo mensaje humano me convence racionalmente-, el líder que organizó la más perdurable revolución de la historia.
A Jesús no lo mataron por razones divinas, sino por predicar la rebeldía y la justicia social contra el corrupto sistema sociopolítico de la época, un mensaje de libertad, de solidaridad, de justicia, de tolerancia, de progreso, de humildad, de dignidad humana, de fraternidad y de liberación para su pueblo marginado: nosotros mismos... Cristo fue el primer antisistema de la historia, sin más altavoz que su palabra, sin ninguno de los medios de difusión que, hoy, nos embaucan.
A Cristo lo crucificaron por propugnar lo que hoy llamaríamos derechos humanos, derechos civiles y sociales… y, también, los deberes civiles, laicos, tan olvidados hoy: “dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.” Y apostó siempre por la dignidad de la mujer. Y lo declaró de la manera más contundente posible, como su testamento, en la hora de su muerte: “mujer, ahí tienes a tu hijo”. No dijo “madre mía”, sino “mujer”. Fue, pues, a una mujer a la que encomendó la guía y la protección del mundo. No entiendo, incluso desde el prisma de los derechos humanos, la inflexible y doliente desigualdad de la mujer en el mundo eclesial, ni que –salvo error mío- el Estado Vaticano no haya suscrito aún la Declaración de la ONU, de 1952, para eliminar la discriminación contra la mujer. Un anacronismo que mina la autoridad intelectual y la credibilidad de la Iglesia católica a la hora de exigir a nadie conductas morales o principios éticos.
No debemos olvidar que, como dice la “Gaudium et Spes”, “Cristo trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre”. De ahí lo cercano y aplicable de su mensaje.
Yo, que soy racionalista, admiro sin embargo -y puede parecer paradójico- el liderazgo, el moral y el intelectual. Y hablo, por ejemplo, de Rafael Nadal, de Adolfo Suárez, de Felipe González, de Patricia Ramírez, la madre de nuestro querido e inolvidable Gabriel –líderes ordinary people- porque ese liderazgo que yo admiro es un liderazgo social, de convivencia, de fraternidad, de conducción inteligente hacia el bien común. Y así fue el liderazgo de Cristo. Me pregunto, a veces, si Cristo “reviviese”, cuál sería su grado de horror.
Lo pensaré en estos días de calma, sólo interrumpidos por mi salvajillo Alejandro, que ayer cumplió nueve meses, y por las procesiones de mis Vírgenes de siempre: la Soledad y la Merced.
Le deseo de corazón que, con Pasión o con pasiones, sea feliz en esta Semana ¿Santa?
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