La detención de Carles Puigdemont ha cerrado definitivamente las puertas al “proces”. Las algarabías, que comenzaron con fuerza una vez se conoció la noticia, se mantendrán durante un tiempo, esperemos que no demasiado largo, por el bien de los catalanes.
No sabemos cuanto durará la tramitación de la extradición del ex president, por parte de tribunal de primera instancia de Neumünster, unos días, unas semanas, o a lo sumo tres meses. Durante este tiempo, las fuerzas políticas catalanas de todo signo van a moverse en todas direcciones, tratando de justificarse. Unos, por las recalcitrantes posturas que, inútilmente, han llevado al país a la endiablada situación en la que se encuentra. Los otros, por la incapacidad de hacer aquello para lo que la gente les eligió: política de verdad, impidiendo el desastre que se veía venir desde hacía mucho.
Habrá quienes traten de obtener beneficios colaterales, mostrándose como aglutinadores de una solución y ofreciéndose para dirigirla. Pero parece que también se han cerrado las puertas al oportunismo. Ahora, cuando por fin despertemos de la gran borrachera vivida, y en mitad de lo que va a ser también una enorme y larga resaca, deberemos reencontrar, unos y otros, el camino perdido de la política.
Que los jueces, aquellos que han tomado el toro por los cuernos, demostrado que somos un Estado democrático y fuerte, con poderes independientes, continúen con su tarea. Y los políticos retomen también sus trabajos, teniendo muy en cuenta lo aprendido en estos tiempos de zozobra. Es la hora de investir a un president factible. De dejar atrás actitudes frentistas.
La propuesta de Gabriel Rufián de que “Hay que jugárselo todo para investir a Pugdemont” no es más que otra de sus esperpénticas e inútiles frases. Que Rufián se juegue lo que quiera, Cataluña no. Hay que recuperar el seny y la cordura. No va a ser fácil, pero es imprescindible.
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