He sido europeísta siempre. Casarme con una italiana me ha permitido, desde hace más de cincuenta años, tener una visión real de Europa, aunque bien es cierto que desde la vivencia de un europeo del Sur, mediterráneo, de esos a los que el nórdico Jeroen Dijsselbloem, Presidente del Eurogrupo, dijo en marzo de 2017, en una prueba de la homogeneidad europea: “no puedo gastarme todo el dinero en copas y mujeres y pedirte luego [a los nórdicos] que me ayudes”.
Y siempre he tenido un viejísimo deseo, fallido: la constitución de los Estados Unidos de Europa como Estado federal, algo que ya propugnó Churchill en 1946.
Recuerdo, a propósito, una conferencia que dí en la Universidad –como no soy Cristina Cifuentes, la conservo- con el título “Interrogantes sobre la Nueva Europa”, el 25 de marzo de 2004, a propósito de la “Constitución europea”, que se debatía entonces y que fue sometida a Referéndum en 2005. En España votó sí el 77%. En cambio, Francia y Holanda –países fundadores- en contra. Ahí empezó el desbarajuste y el desvanecimiento: no todos podían –ni querían- correr a la misma velocidad.
En dicha conferencia, transmitida por videoconferencia a la Universidad mejicana de Jalapa, planteé, entre otras, la duda sobre qué pegamento podría unir el puzzle europeo, que no pasaba de ser un quiero y no puedo, “un país” integrado por veinticinco Estados y 450 millones de habitantes, cada uno con diferente historia, política, cultura -salvo que consideremos como tal el Festival de Eurovisión-, lengua, religión, legalidad… Por ello, dije: “Si se toma como boutade, me atrevería a decir que, en la nueva Europa, los nacionalismos no tendrán razón de ser, porque todos seremos diferentes: no tendrán una uniformidad centralista frente a la que reafirmar su hecho diferencial. En nada.”
Sólo la Ley podía ser ese pegamento. En esto, no me equivoqué. En los nacionalismos -“la peor de todas las pestes”, según Stefan Zweig-, a medias: cada día somos más diferentes y antieuropeos: Hungría coquetea con Rusia; en Italia se hermanan la ultraizquierda -5 Estrellas- y la ultraderecha: la Liga; Gran Bretaña, hizo el Brexit…
Pero, aún así, cuando en apenas dos años (de noviembre de 1989 a diciembre de 1991) cayó el Muro de Berlín y saltó por los aires la Unión Soviética, me ilusionó pensar que Europa podría convertirse en el primero o segundo bloque, y restablecer así el equilibrio mundial, antes de que emergiera el gigante chino.
No fue así. Europa perdió el tren: EE.UU. afianzó su liderazgo, China se convirtió en un coloso económico y Rusia pasó a ocupar el lugar de la URSS que, como quien dice, le endosó a Europa, de una tacada, en 2004, como nuevos miembros, diez de las repúblicas ex soviéticas que, con los tres más del mismo corte que se añadieron posteriormente, en nada homogéneos con los ya miembros, convirtieron la (des)Unión Europea en un ingobernable y desvertebrado remedo de Frankenstein. Ahora, le saltan las costuras, tal vez porque ha engordado en exceso y de manera incontrolada, en absoluto armónica.
Ese aluvión de desiguales obligó a dictar lo que podríamos llamar leyes de armonización, de homogenización. Y, entre ellas, la Orden Europea de Detención y Entrega de delincuentes, acordada el 13 de junio de 2002 por el Consejo de Ministros europeos de Justicia e Interior como “Decisión Marco” (DM 2002/584/JAI), que perseguía convertir el “principio del reconocimiento mutuo” en el núcleo de un nuevo espacio judicial europeo de seguridad, siendo España el primer país que la traspuso al derecho interno con la Ley 3/2003, de 14 de marzo, y la Ley Orgánica 2/2003. Se perseguía atribuir al ámbito judicial, y no al político –evitando la politización, como la de la neoministra socialdemócrata alemana de Justicia, que “esperaba la resolución”- la extradición entre países europeos dada su homogeneidad, confianza y credibilidad entre iguales.
La Orden es –perogrullada- una orden que ha de obedecerse, y sólo exige que el delito lo sea también –en los supuestos de doble incriminación- en el país requerido “con independencia de los elementos constitutivos o la calificación del mismo”.
Por tanto, la Justicia alemana no puede enjuiciar –eso toca al Tribunal Supremo de España- ni analizar el fondo, es decir, los elementos constitutivos –la violencia- ni la calificación –rebelión-, pues en Alemania hay un delito similar que se llama alta traición.
Y, así, el Tribunal Superior de Schleswig-Holstein, un pequeño Estado federado, de 2.800.000 habitantes y 15.760 kilómetros cuadrados –el doble, sólo, de Almería- ha desobedecido la orden del Tribunal Supremo de España, y enjuiciado, impidiendo, así, que España pueda juzgar al líder del golpe en Cataluña: un Tribunal regional se ha erigido en Tribunal superior al Supremo de España, y digamos, configurado los límites de la democracia española y europea, con un argumento acipotado: el de la “violencia no suficiente”. ¿Por qué de cipotes a la vela? Pues porque si hubiese sido suficiente, habría triunfado el golpe y los golpistas vencedores no serían ya juzgados, al haber sido derogado el orden constitucional. Y, si no ha sido suficiente –y no se les puede juzgar, pues-, se puede atacar el orden constitucional cuanto se quiera en toda Europa. Si en la vista definitiva se mantiene la decisión, las consecuencias para Europa pueden ser, literalmente, trágicas, pulverizadoras.
¿Lo más curioso? Pues que la Constitución alemana establece la “cláusula de eternidad”, en virtud de la cual es inmodificable en lo que atente a la república federal y en la totalidad de su territorio. Intentarlo, integra el delito de “alta traición”, sin necesidad de violencia. Es conocida la sentencia del Tribunal Constitucional de Karlsruhe a propósito del tentado Referéndum en Baviera: “En la República Federal de Alemania, Estado nacional fundamentado en el poder constituyente del pueblo alemán, los Länder no son señores de la Constitución. En la Constitución no existe ningún espacio para las aspiraciones secesionistas de los Länder. Son contrarias al orden constitucional” Pese a ello, el Tribunal alemán ha venido a decir que la secesión unilateral es delito en Alemania pero no España. Se llega, así, al absurdo de que los golpistas españoles no tengan, ya, que huir a Paraguay: les basta con irse a otro Estado europeo. Y, lógicamente, puede que fallen que no hay malversación ya que, según ellos, lo financiado no es delito.
¿Puede zurcirse esta Europa deshilachada? Ni siquiera el euro, adoptado como moneda común en la Conferencia de Madrid de 1995, es un elemento común de unión, pues no circula en nueve Estados de la UE.
No es de extrañar que, en febrero de 2017, el Presidente del Consejo de Europa dijese: “nuestro futuro es altamente impredecible… El nacionalismo y el egoísmo se están convirtiendo en una alternativa atractiva a la integración".
No queda, hoy, un líder capaz de hacer Europa. El año que viene hay Elecciones. ¿Qué puerta le han abierto los jueces alemanes a Padania, Córcega, Baviera, Escocia, Flandes, País Vasco…, a los Partidos antieuropeos: Francia (F.N.), Reino Unido (UKIP), Dinamarca (PPD), Polonia (Ley y Justicia), Austria (FPO), Suiza (PPS), Grecia (Amanecer Dorado), Holanda (PVV), Hungría (MHM), Rusia (PLD), Suecia (PD), Noruega (FrP)…?
¡Vamos apañados!
A este paso, no me extrañaría que a mis nietos les toque vivir en aquella “África [que] empieza en los Pirineos”.
… Y El Ebro, desbordado. Y Almería, seca.
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